Con los mensajes intercambiados por Pedro Sánchez y Abalos se ha formado un gran escándalo, que ha atraído la atención general. Es uno más. La historia de España está llena de escándalos, aunque lo cierto es que en las últimas décadas, con la democracia ya consolidada pero sin haber echado todavía raíces profundas, se registra una acumulación variopinta de casos. La mayoría responde a un mismo patrón en el manejo de los recursos públicos y, de vez en cuando, surge alguno que aporta una nota original, para sorpresa de todos, excepto de los que están en el secreto de las cosas.
Los diálogos del líder socialista con el que fuera su hombre de confianza, luego defenestrado sin explicación, tienen dos aspectos de distinta naturaleza, ambos de gran relevancia. Por un lado está el judicial, que permanece en suspenso mientras no se identifique al autor de la filtración, que podría constituir un delito. Por otro lado está el político, que ha adquirido mayor notoriedad. El contenido de los mensajes desvela los términos despectivos con que los dos interlocutores descalificaban en sus confidencias a ministros del Gobierno designados para el cargo por el presidente y a dirigentes que compartían puesto con ambos en los órganos de dirección del partido a la vez que proclamaban discrepancias estratégicas de fondo. Los aludidos han optado por guardar silencio, quitar importancia a lo dicho o confirmar lo que ya presumían, procurando que el asunto no tenga una trascendencia más grave.
Pero la tiene. Aunque se trate de hechos pasados, y sea cual sea el autor de la filtración, la política española ha descendido un peldaño. Junto a lo que estamos acostumbrados a ver en el Congreso y en la prensa, y por mucho que pudiéramos intuir lo que ocurre entre bambalinas, la publicación de las conversaciones de Pedro Sánchez con Abalos y la reacción tibia, cuando no indiferente o complacida, de los nombrados degradan la imagen de nuestra democracia. Y nadie se atreve a descartar que haya nuevas revelaciones que comprometan a otros gobernantes y dirigentes. Como en ocasiones anteriores, los ciudadanos podrían tener conocimiento de conductas reprochables o ilegales gracias a la filtración de un implicado, antes que por la actuación eficaz de los mecanismos de control previstos en la Constitución.
Para el Gobierno, las viñetas que pueblan los medios de comunicación son un problema añadido. Su respuesta ha consistido en desviar el foco, negar y seguir adelante como si nada hubiera pasado. Quizá no esté en condiciones de proceder de otra manera. La realidad es que al Gobierno se le ve a punto de encallar. Los apoyos parlamentarios flaquean. Podemos ha puesto pie y medio en la oposición. El voto de Junts está en el aire y su aterrizaje con o contra el Ejecutivo depende de las concesiones que logre respecto a sus exigencias para Cataluña. La posición de Sumar tiende a ser más inestable a medida que el gasto militar demandado por la OTAN se eleva. Pedro Sánchez, temeroso y huidizo, no quiere plantear una cuestión de confianza para clarificar el respaldo parlamentario con que cuenta por miedo a ser derrotado. La desconfianza preside las relaciones con varios grupos que votaron su investidura y amenaza con agrietar la cohesión del partido y de su base electoral, donde estriba su fortaleza.
La legislatura no empezó bien, a mitad de recorrido no mejora y podría acabar mal. Los presidentes de gobierno en España parecen estar sujetos al sino de tener que salir de Moncloa por una metafórica puerta de atrás. Repárese en la despedida de Suárez, González, Aznar, Zapatero y Rajoy. Tal recurrencia no es, desde luego, un dato ejemplar. Indica la presencia de algún defecto en nuestra democracia. Hay quien especula con la posibilidad de que el Congreso complete la legislatura sin aprobar unos solos presupuestos generales del Estado. Sería un hecho insólito, pero no puede considerarse ya inverosímil. El Gobierno, imperturbable y al unísono, asegura que continuará hasta el final. El PP, por el contrario, viene pidiendo elecciones desde el día siguiente a la formación del Gobierno. Ni lo uno ni lo otro. En los mensajes que se enviaron Pedro Sánchez y Abalos queda en evidencia la concepción que tienen de su oficio muchos políticos, poco respetuosa con los ciudadanos a los que se deben, que son el principio y fin de la política en una democracia. El problema se manifiesta en los medios que utilizan en la lucha por el poder y en la práctica habitual del tráfico de influencias. Unas elecciones y un eventual cambio de gobierno raramente tendrán efectos taumatúrgicos sobre hábitos tan arraigados, como lo están los señalados en nuestra historia política. Pero un jefe de gobierno responsable ha de saber lo que debe hacer cuando constata que las circunstancias le impiden gobernar y el empeño de persistir a cualquier precio solo puede deteriorar la situación del país. Ese riesgo existe y debiera entrar en las cuentas de cualquier cálculo político.
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