Recep Tayyip Erdogan, presidente de Turquía.
En occidente sabemos desde hace mucho que un hijo de perra gobernando en otro país no tiene que preocuparnos mientras sea nuestro hijo de perra. Lo dijo Franklin D. Roosevelt sobre el nicaragüense Tacho Somoza, y desde entonces tenemos la frase tan interiorizada que algunos países procuran colocar ellos mismos a hijos de perra en gobiernos ajenos, porque no hay nada como un hijo de perra que además nos esté agradecido. Durante muchos años, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, fue considerado nuestro hijo de perra por parte de los países occidentales, ya que, además de ser un fiel aliado de la OTAN, se le tenía por una especie de muro contra el islamismo más radical. Teniendo eso en cuenta, y teniendo también en cuenta la situación geoestratégica del país otomano -cerca de los Balcanes y de Oriente Medio-, lo que procedía cuando el ejército turco masacraba armenios o la policía encarcelaba opositores, era mirar hacia otro lado.
-Es un hijo de perra, pero es nuestro hijo de perra- se decían los líderes occidentales, mientras daban buena cuenta de los canapés antes de empezar alguna cumbre.
Las cosas han dejado de ser así desde que Erdogan se ha acercado peligrosamente a Rusia, ha acusado a Israel de ser una organización terrorista y se codea con los líderes de Hamás. Demasiadas cosas juntas para seguir considerándole nuestro hijo de perra, ahora es hijo de perra a secas, así que toca no pasarle ni una y calificarle sin ambages de dictador. Si hubiese reprimido manifestaciones en su contra y encarcelado con peregrinas acusaciones a líderes de la oposición cuando todavía era nuestro hijo de perra, nadie habría alzado la voz, son cosas que pasan, el hombre tiene estos prontos pero en el fondo posee un buen corazón, nada que no se pueda arreglar compartiendo un té, y pelillos a la mar. Hacerlo cuando ya no le necesitamos ha sido su error.
Erdogan pertenece a esa clase de políticos que modifican las leyes para poder continuar en el poder, una artimaña que solo importa si quien la lleva a cabo no es amigo nuestro. Otra cosa es que, en esta época en la cual ya no lo es, se permita el lujo de encarcelar a Ekrem Imamoglu, alcalde de Estambul y líder de la oposición, acusándolo de terrorismo, fraude y extorsión. Actualmente toca condenarle dictador sin tapujos, ya que esas iniquidades pueden hacerlas solamente los amigos.
Erdogan es turco, lo cual no impide que su mirada penetrante se parezca enormemente a la del visir persa Iznogud, un personaje creado por Goscinny cuyas historietas leía en mi infancia, quien lo único que anhelaba en esta vida era ser califa en lugar del califa. No deja de ser sintomático que muchos le conozcan como El sultán, que no es lo mismo que un califa, pero casi. Al contrario que su sosia Iznogud, el cual fracasaba en todos sus intentos, Erdogan consiguió al fin ser califa en lugar del califa, y lo que no va a permitir ahora es que el alcalde Estambul sea Erdogan en lugar de Erdogan, es decir, opte a la presidencia del país.
Erdogan solo hay uno, y quiere ser califa hasta que le dé la gana, es decir, para siempre. No es un mal puesto de trabajo, para aquel niño que se ganaba unas monedas vendiendo agua y pan de sésamo a los conductores atrapados en algún atasco de la antigua Constantinopla. En lugar de la afilada barba que luce Iznogud en sus historietas, Erdogan ha optado por un bigote de ministro franquista que casa mucho mejor con sus ambiciones políticas.
Aparte de ser el lugar donde los calvos dejan de ser calvos a precios regalados, lo único que uno conoce de Turquía es gracias al cine, concretamente por dos películas tan distintas como La pasión turca y El expreso de medianoche. En ambas hay pasión, si bien en la primera existe como sinónimo de lujuria y en la segunda, de padecimiento. Es preferible la primera acepción de pasión, aunque mucho me temo que la situación en Turquía se parece más a la segunda, por lo menos para el alcalde Estambul, que purga en la cárcel sus ambiciones de ser califa en lugar del califa Erdogan.
La ola de protestas y las acciones de boicot alentadas por la oposición, han impactado en la economía del país al erosionar la confianza de los inversores, cosa que no parece preocupar demasiado a Erdogan, que sigue a lo suyo: ocupando el trono del califa en lugar del califa, aunque para ello haya tenido que detener a más de un millar de personas que se manifestaban en su contra. No hay duda de que, como reflejo de la Turquía real, El expreso de medianoche gana por goleada a La Pasión turca, a no ser que en las trastiendas de los bazares haya miles de Desiderias pasándoselo bien con otros tantos Yamam. Y nosotros sin saberlo.