La España que bate récord en longevidad es también la España de los cuidados. Como el sistema de ayuda a la dependencia no satisface, ni de lejos, todas las necesidades de una población cada vez más envejecida, una realidad cada vez más palpable es la de personas que superan los 60, 70 u 80 años que cuidan a otras personas mayores con más carga de enfermedad o discapacidad.
Según el estudio ‘El futuro de los cuidados’, presentado recientemente en Madrid, el 73% de los españoles ha cuidado o cuida en estos momentos (el 38%) a enfermos o dependientes, sin contar el cuidado de los hijos. De ellos, tres de cada diez son mayores de 60 años, el grupo de edad más amplio entre los cuidadores, seguido de las personas de entre 45 y 49 años, según una encuesta elaborada por VML The Cocktail.
La mayoría son hijos ya cerca de retirarse o jubilados que cuidan de sus padres (o abuelos), o séniors que cuidan de sus parejas. El problema es que si responsabilizarse y ayudar a personas enfermas o discapacitadas implica una importante carga económica, física y mental y resta tiempo al ocio o a las mil obligaciones diarias, hacerlo cuando además se tiene una edad avanzada redobla el agotamiento físico y mental, dado que las ayudas públicas son escasas y hay largas listas de espera.
Protagonistas de esta situación son Mary Pepa Gamo y Pilar del Río, que asisten a un taller de Cruz Roja destinado a la ‘atención a cuidadores’ y en el que todas las asistentes, y no es casualidad a la luz de las estadísticas, son mujeres y mayores de 60 años. Ambas relatan a El Periódico su día a día, para sensibilizar en torno a la dura e invisibilizada realidad que se vive en muchos hogares.
Cuidar con más de 80 años
Mary Pepa, de 83 años, cuida de su marido, Pepe Olmedilla, que tiene 87 y una demencia cada vez más acuciada. Empezó hace unos años con pequeños fallos de memoria, se perdió en un par de ocasiones y cogió el covid, que le “atacó muy fuerte”. Desde entonces, dice Mary Pepa, “es otra persona”. Además del deterioro cognitivo, camina muy lento, se cae con frecuencia, no oye bien y sufre acúfenos (ruido en los oídos), que le dificultan su vida diaria.
Mary Pepa Gamo y Pepe Olmedilla / Xavier Amado
Pepe necesita ayuda para vestirse, porque lo hace solo, pero “en el orden que quiere”. También requiere apoyo para el baño, pero solo permite que lo ayuda una de sus hijas, que es fisioterapeuta. La pareja tiene cuatro hijos pero, aunque «ayudan en todo lo que pueden», tienen otras responsabilidades y Mary Pepa debe ayudar a su marido la mayor parte del día. Tiene la suerte de que Pepe asiste a diario a un centro de día, pero por las tardes y los fines de semana ella es su referente.
«Me siento cada vez más decaída, yo también he sufrido un bajón y me flojean las fuerzas para cuidar de él y de mí»
Con 83 años, siente que le “faltan las fuerzas”. “Cuando tenía 70 años me comía el mundo, pero ahora me parece que tengo 100 en lugar de 83. Antes me levantaba y hacía mil cosas. Pero ahora me levanto y digo… ‘si no tengo ganas de hacer nada’. Antes salíamos todos los días: por las mañanas nos tomábamos nuestra cervecita, por la tarde nuestro cafetito. Pero ahora cada vez salimos menos y más cerca. Él se me cuelga del brazo y yo ya no puedo tirar de él. Y eso que lo levanto cada vez que se cae. Como aún puedo, tiro de él porque, ¿a quién voy a avisar a las tres de la mañana para que me ayude? Pero la verdad es que me siento cada vez más decaída, yo también he sufrido un bajón y me flojean las fuerzas para cuidar de él y de mí”, afirma.

Mary Pepa Gamo, que con 83 años cuida de su marido, Pepe, que tiene demencia / Xavier Amado
Cuando lo cuenta, se le nublan los ojos y admite que, para ella, “lo más duro” es ver que su marido se ha convertido en un “vegetal” y no poder llevar la vida de la que disfrutaban tras la jubilación. “Él es feliz, no se entera, pero la que sufre soy yo”, sentencia. En esta difícil situación, a Mary Pepa le “ayuda mucho” participar en uno de los talleres que organiza Cruz Roja para cuidadores en Madrid. “Me sirve de desahogo, siempre que vengo cuento todas mis penas y percances, y en el taller me entienden y me dan consejos”, explica.
Cuidar a una nonagenaria
A su lado y tras participar en la actividad organizada por la entidad, Pilar del Río, de 66 años, explica que lleva cuidando de su madre, Matilde García, de 94, desde que hace nueve años le detectaron que tenía demencia. Antes Matilde vivía en un pueblo. Sin embargo, cuando notaron los primeros signos de deterioro cognitivo, se la llevaron a Madrid, donde vive con Pilar y su marido.

Pilar del Río, con 66 años, cuida de su madre, que tiene 94 años y demencia / Xavier Amado
Al igual que le sucede a Mary Pepa con su marido, Pilar es los ojos, la cabeza y las manos de su madre, que sufre demencia severa y apenas anda. Por ello, su jornada comienza a las siete de la mañana. Aunque vive frente al centro de día para mayores donde asiste Matilde, tarda tres horas en que esté lista. La levanta, la ducha, la viste y le da el desayuno. Lo peor de todo, confiesa, es bañarla porque “empieza a chillar en cuanto la cae agua”.
“Al final voy teniendo una edad y me noto más dolores de espalda y agotamiento»
Pero los años se van notando y siente que cada vez “está más cansada y con menos fuerza”, tanto física como mentalmente. “Al final voy teniendo una edad y me noto más dolores de espalda y agotamiento, hasta el punto de que he estoy tramitando la ayuda a domicilio, para que alguien me ayude a levantarla, ducharla y demás”.
Pilar “se libera” a partir de las diez, cuando su madre entra en el centro de día, pero por las tardes ya está en casa y no puede salir porque la nonagenaria tiene la movilidad muy reducida. “Como mucho la llevamos pasillo arriba, pasillo abajo, pero siempre apoyada en mí o en mi marido». Pese a que esta circunstancia le limita mucho las actividades y salidas, Pilar está resignada y tiene la suerte de poder turnarse el cuidado con sus dos hermanos cuando quiere asistir a alguna actividad o irse de vacaciones.

Pilar del Río es una de las participantes en un taller de Cruz Roja destinado a cuidadores / Xavier Amado
Pero según confiesa, entre lágrimas, para ella es “muy duro” ver que su madre, “con lo que era”, no tiene capacidad de discernimiento. “Me cuesta muchísimo ver el deterioro mental que tiene, que no me reconozca, que no sepa cómo me llamo”. Y admite que, en ocasiones, aunque tiene mucha paciencia, se siente “culpable” porque, sin querer, le “habla mal” o le “regaña”.
Precisamente, talleres como el de Cruz Roja están destinados a ayudar a los cuidadores a gestionar sus emociones y a ser conscientes de sus propias virtudes y limitaciones, con el objetivo de mejorar el bienestar del dependiente y su ayudante. Pero no todos los volcados en la atención a mayores y discapacitados pueden asistir a este tipo de formaciones o tienen el apoyo de hermanos, hijos o los servicios públicos. Las ayudas institucionales son, debido a la falta de recursos y a las largas lista de espera, insuficientes.
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