Pensábamos que el mejor amigo del hombre era el perro, pero para la clase política -da igual a qué lado de la balanza ideológica se sitúe- la amistad que más réditos reporta es la del chivo expiatorio. La culpa siempre está fuera, la responsabilidad corresponde al otro. El que gobierno no asume sus propios errores y se aferra a la poltrona como una llámpara a la roca; quien se sitúa en la oposición es incapaz, por otra parte, de reconocer los aciertos del contrario, todo por el interés de derribar al enemigo y expulsarlo del poder. En este país, y en esta región, a unos y otros incomoda la posibilidad del acuerdo. Parece no haber sitio aquí para soluciones a la alemana. Ni siquiera cuando la situación recomienda negociación y consenso.
Todo ello provoca la desafección ciudadana de la vida política, la abstención electoral, la pérdida de crédito de los servidores públicos, democráticamente elegidos. Los votantes llegan a la conclusión inequívoca que la política no es más que la disputa entre los que quieren entrar y los que no quieren salir. El interés partidista por encima del bien común. Esa creciente carencia de calidad democrática la sufre el sistema, que reclama más cerebro y menos vísceras, pues la democracia es la forma más difícil de gobierno porque requiere el mayor despliegue de inteligencia.
La sociedad civil debería manifestarse y reclamar con urgencia unanimidad, lealtad y avenencia. Hay que reponer las tejas del edificio que amenazan ruina. Mientras llueve no se puede reparar el tejado. Cuando escampe, ya no hará falta.
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