Lady Gaga ha vuelto a Brasil con la fuerza de un fenómeno. Este sábado por la noche, la superestrella estadounidense reunió a 2,1 millones de personas en la playa de Copacabana en un concierto gratuito que combinó ópera, espectáculo y comunión masiva. El evento, organizado por la alcaldía de Río de Janeiro, se convirtió en el más multitudinario de su carrera y dejó a la ciudad un impacto económico estimado en más de 600 millones de reales (cerca de 95 millones de euros). El show selló un regreso largamente esperado. Trece años después de su última visita al país –y tras la cancelación en 2017 de su actuación en Rock in Río por motivos de salud–, Gaga saldó una deuda con el público brasileño en una noche que mezcló teatralidad gótica, euforia pop y una producción de dimensiones colosales.
La artista apareció vestida con un traje rojo encendido sobre una estructura que evocaba un teatro clásico, flanqueada por columnas y luces que marcaban el tono dramático del arranque. Inició su actuación con Bloody Mary, envuelta en un halo operístico, para luego pasar al ritmo explosivo de Abradacabra, mientras bailarines emergían de debajo de su falda como por arte de magia, en una coreografía diseñada al milímetro y que ya ha desatado el delirio de los fans en Coachella (11 y 18 de abril) y Ciudad de México (26 y 27 de abril).
Mitológica, íntima y desbordante
El espectáculo estuvo centrado en Mayhem, su más reciente álbum, donde Gaga encarna una lucha interna con sus múltiples alter egos antes de renacer. Esta narrativa –mitológica, íntima y desbordante– se desplegó con una potencia escénica pocas veces vista en un concierto al aire libre. A medio camino entre el delirio barroco y el ritual colectivo, Gaga condujo a sus seguidores por un viaje emocional que encontró su clímax hacia el final, cuando sonaron sus grandes himnos.
Desde un palco elevado, la cantante ondeó la bandera de Brasil y pronunció un mensaje en inglés, traducido en directo al portugués, en el que agradeció al público por «esperarla durante más de diez años» y por «hacer historia» con ella. El momento fue recibido con una ovación que pareció sacudir toda la bahía de Guanabara.
Antes de cerrar con Bad Romance, Gaga ofreció una versión íntima de Shallow al piano, en uno de los pocos instantes de sosiego en un show de más de dos horas que no dio respiro. «Brasil, te extrañé mucho», gritó varias veces, visiblemente emocionada.
Fans del Amazonas
La respuesta de sus fans estuvo a la altura del acontecimiento. Muchos viajaron durante días desde regiones remotas: desde comunidades amazónicas navegando por ríos hasta jóvenes del sur o del nordeste del país que cruzaron miles de kilómetros en autobús. Algunos gastaron todos sus ahorros para asistir. Otros se subieron a árboles para conseguir una vista del escenario. En los alrededores, vendedores ambulantes hacían su agosto con sillas, bebidas y sacos de arena. Desde el festivo del Primero de Mayo, la playa ya se había transformado en un campamento pop.

La cifra de asistentes –2,1 millones, según datos oficiales– supera la del histórico concierto de Madonna en el mismo lugar el año pasado, al que acudieron 1,6 millones de personas y que marcó el cierre de su gira The Celebration Tour. El de Gaga, en cambio, fue un espectáculo de renacimiento: más caótico, más teatral, más emocional. Si Madonna convirtió la playa en una pasarela de su legado, Gaga la transformó en un altar para su metamorfosis artística, con una puesta en escena que apostó por lo simbólico y lo sensorial antes que por la revisión histórica.
Para la alcaldía de Río, el evento fue no solo una celebración de la música, sino una poderosa operación de imagen internacional. Gaga, como otras divas globales antes que ella, ha sabido convertir su figura en algo más que entretenimiento: una fuerza cultural que moviliza, transforma y reúne.