Una vez más me viene a la cabeza la frase esa que Goethe, según parece, pronunció en el lecho de muerte. Se cree que se refería a la necesidad de iluminar nuestra mente y nuestro espíritu, pero los más aguafiestas aseguran que Goethe sólo pedía que abrieran las malditas cortinas, que en la habitación había que andar a las apalpadas. Siempre hay alguien que estropea los momentos épicos, la verdad. Hace un buen día y ya verás como viene alguien y lo jode, leo en los bares. Etcétera. Los famosos siempre han sido muy aficionados a decir frases en el lecho de muerte, pero quizás Goethe no se puso estupendo: sólo pedía que apartaran las cortinas, para que entrara el sol.
Imagino que morir es un poco ir hacia la oscuridad, hacia el negro puro, y más si en esos momentos finales la vida pasa delante de tus ojos como una película a toda velocidad. La película de la vida funde inexorablemente a negro, a la tiniebla final, queridos, pero otros especialistas, e incluso esos muertos tan inminentes, que han vuelto prácticamente de la muerte cuando ya se sujetaban con los dedos al último acantilado, aseguran que atraviesan un túnel, al final del cual surge una luz poderosa, que no, no es la típica luz de un área de servicio. La vida funde a negro, negro purísimo, pero no descarten la luz al final del túnel. Si esa luz es Dios a pleno voltaje, o Diógenes con la linterna buscando al hombre verdadero, casi nadie lo sabe.
Pienso estas cosas por lo del apagón del lunes, que ya hace falta mala leche (de quien sea) para que eso suceda precisamente un lunes. El momento de máxima debilidad de los seres humanos. Yo también clamé «¡luz, más luz!», citando a Goethe, porque no se veía nada en aquel garaje y el ascensor había dejado de funcionar. Goethe, yo sí te creo. Se veía venir lo del apagón. No por los informes que dicen que circulaban por ahí (tengo pocas luces para la electricidad), sino porque la realidad no deja de estar más y más invadida por la tiniebla, por mucho que en la política salten chispas. Se nos han fundido los plomos, y mucho, en demasiadas cosas, y hay gente por ahí provocando subidas de tensión en el debate nacional y global que no hay sistema que las aguante. Este apagón, este ‘blackout’, como les gusta decir a los anglófilos, es, yo creo, una gran metáfora. Un aviso de los dioses que, a fin de cuentas, son los que siempre han tenido el poder, la gloria y la factura de la luz.
Si ya lo de reinventar El siglo de las luces estaba difícil, imagínense ahora, con la amenaza de los apagones. Ese regreso a la Edad Media, o casi, nos dejó mudos, que andaban todos los adolescentes, y no sólo ellos, con el móvil en la mano como quien lleva una cacatúa muerta. Muerto el móvil, qué hacer en este mundo. Toda una enseñanza, escuché, para que nos demos cuenta de cómo fue la vida alguna vez. Me encontraba yo explicando a los alumnos la historia de ‘Frankenstein’, de Mary Shelley. Toda la mañana hubo incidentes eléctricos (había que volver una y otra vez al cuadro eléctrico, que estaba en cuadro), hasta que, en la última sesión, justo cuando yo decía que Galvani había introducido la electricidad en algunos experimentos y que se practicaba la resucitación de las ranas con descargas, justo ahí, el mundo se fue a negro puro, se cargó de tinieblas. Ahora, con la luz recuperada («power», para los anglófilos: por algo ese nombre), todos hemos resucitado, aunque todavía somos criaturas zumbadas, que deambulan por un mundo demasiado proclive a caer en la oscuridad. Sólo nos salvará Prometeo. Y la radio a pilas.