Me niego a que una inteligencia artificial optimice mis textos, no me interesa. Los prefiero sin mejoras sugeridas por un superordenador alimentado con las palabras, el ingenio y el trabajo de otras personas que no han cedido su obra a nadie
De hace un tiempo para acá veo demasiado a menudo a gente -en muchas ocasiones varios años más joven que yo- compartir en redes sociales las conversaciones que mantienen con ChatGPT o similares, no tengo del todo claro con qué fin. En general siempre he pensado que vivimos en los tiempos del compartir sin mesura, madres y padres que exponen a sus hijos pequeños con tal de conseguir el patrocinio de Dodot o grabar un anuncio con alguna marca de ropa o juguetes para críos; parejas que construyen toda su presencia online sobre el sueño de la relación perfecta y que, cuando rompen, pasan a una ofensiva que consiste en airear sistemáticamente todos sus trapos sucios. ¿Qué ganan, más allá de algunos miles de euros y bienes materiales que no llenan ese vacío tan característico del ser humano? Ni idea.
A esa gente joven de la que hablaba al principio la máquina les hace de consejera, de psicóloga, de amiga y casi hasta de amante. Comparten con ella, a su vez, las conversaciones que mantienen con otras personas, y le piden que las analice y les explique si el tono es manipulador o conciliador, si les están haciendo luz de gas o si percibe honestidad en los mensajes. Una vez prueban y afinan sus prompts con la máquina y obtienen los análisis deseados, comparten con sus audiencias las indicaciones dadas a ChatGPT para que, a su vez, ellos también puedan recibir el diagnóstico de la inteligencia artificial sobre una dolencia determinada.
Mal de amores, mal de amistades, ahí van diez miligramos de despersonalización y fantasía con cada comida. Confían más en un cúmulo de operaciones matemáticas, ceros y unos, que en sus propios instintos o experiencias pasadas. Quizá por mi edad o por la era en la que nací y crecí no soy capaz de sentir mucha simpatía por ese tipo de confianza ciega en una pantalla; en mi generación siempre supimos que al otro lado existía un ser humano, nuestro dilema particular radicaba en si podíamos creernos si aquel ser humano era quien decía ser o no.
Hace unos días apareció un círculo brillante en varias de las aplicaciones que uso todos los días. He buscado cómo desactivarlo pero no es posible. Me incomoda demasiado saber que Meta puede usar mis conversaciones, mis imágenes y mis vídeos para entrenar a su inteligencia artificial y así ofrecer pedazos de mi vida -por muy descontextualizados que estén- a otras personas en busca de compañía, consuelo o qué sé yo. No tengo clara cuál es la alternativa, abandonar las redes sociales y las aplicaciones de mensajería que llevo usando, modificar los recodos cómodos de mi vida y todos los caminos transitados con familiaridad con tal de preservar la genuinidad de mi existencia.
Será que lo que no se entiende cuando uno se entrega a la inteligencia de la máquina es que una de las cosas más hermosas de la vida -la vida real- es no tener jamás todas las respuestas. Sí, a menudo se sufre más de lo necesario, pero ¿cómo se aprende si no es de esta manera? El círculo brillante espera pacientemente en Whatsapp, en Instagram, en Google Docs, en Onenote, en Word, en PowerPoint, en Excel… Me niego a que una inteligencia artificial optimice mis textos, no me interesa. Los prefiero sin mejoras sugeridas por un superordenador alimentado con las palabras, el ingenio y el trabajo de otras personas que no han cedido su obra a nadie.
No me importan las frases demasiado largas que abarcan una, dos, tres subordinaciones concatenadas. El español es una de las lenguas más hermosas del mundo y su belleza radica, entre otras cosas, en que puede soportar el peso de este tipo de estructuras. Tampoco me suponen un problema las comas abundantes o las construcciones gramaticales obtusas. Desde hace un tiempo las erratas son prueba de que detrás del texto hay un ser humano. Por curiosidad he pasado esta columna por uno de esos «detectores de IA» y, según la herramienta, mi texto está generado en un 83 % por IA. No es verdad, creo que es evidente, pero ¿y si no lo fuera? Y si, a partir de ahora, lo complicado fuese demostrar que detrás de cada uno de nosotros existe un ser humano y no una máquina.
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