La Iglesia necesita un Papa progresista. Hay curas que bendicen animales y coches, pero no homosexuales

Cuenta Pablo d’Ors que, cuando conoció al Papa, sintió una energía extraña, como una especie de necesidad de agacharse para reconocer una «incontestable autoridad espiritual». Y lo raro era que Jorge Bergoglio, aquel argentino futbolero y viajante de Metro, lograba generar en muchos esa sensación a través de la sencillez, y no de la impostura.

Aquel día, D’Ors fue llamado al Vaticano porque el Papa lo había elegido consejero cultural. Solía Bergoglio recomendar los libros de este escritor español que lleva en el apellido la inconfundible ascendencia del abuelo Eugenio. La «Biografía del silencio», la «Biografía de la luz»… Lo que podríamos llamar tratados sobre la meditación y la vida contemplativa.

Porque Pablo d’Ors –aunque a él esta catalogación pueda parecerle un delirio– es el Papa de los meditadores de España y del mundo. Fundador de la asociación Amigos del Desierto, ayuda a quien se lo pide a encontrar la paz, la esperanza y el optimismo en… la respiración. Sí, en la respiración.

La comunidad de lectores que gira en torno a D’ors está repleta de cristianos, pero también de agnósticos y ateos. Dice él del Papa Francisco que le gustaba pasar tiempo con quienes se sentían lejos de la Iglesia, que estaba muy a gusto entre ellos. Y probablemente el Papa eligiera a D’Ors consejero porque su literatura también cruzaba esa frontera.


Pablo d’Ors: «Rezar y meditar es en esencia lo mismo. Se puede hacer con fe cristiana y sin ella»

Se ha muerto Francisco I y el Vaticano va a elegir un nuevo pastor. Es momento de analizar el legado del que se marcha y los desafíos que va a encontrar el que llegue. ¿Fue Bergoglio un revolucionario? ¿Avanzó tanto como sus partidarios aseguran? ¿Fue tan de izquierdas, ¡peronista!, como sus detractores critican?

¿Cuál es el resultado de su labor en lo que se refiere al papel de las mujeres en la Iglesia? ¿Y al de los homosexuales? ¿Qué ha pasado durante su mandato con los abusos? ¿Y con los divorciados? ¿Qué hay del cisma que asoma en la comunidad alemana debido al celibato?

Pablo d’Ors, igual que el Papa, ha sido tachado de «hereje» por algunos obispos. Cada vez que apuesta por dar un paso en busca de una religión ajena a los boatos y las preeminencias sociales, recibe una estocada. Cada vez que llama a que la Iglesia recupere la tradición oriental para profundizar en la meditación, otra estocada.

Lo asaltamos para hablar de todas estas cosas poco antes de que viaje a Barcelona para firmar su último libro, «Devoción» (Galaxia Gutenberg, 2025), una adaptación católica del ortodoxo peregrino ruso. Habla con gesto tranquilo, pero con verbo franco. Escuchándole, a uno le entran ganas de quedarse sólo respirando, mirando al jardín del monasterio donde pasa estos días.

¡Jode, señor D’Ors, qué aire tan rico! Deberíamos respirar más, pensar en ello. Y respirar es algo que llevamos haciendo toda la vida. ¿Lo ven, queridos obispos de la santa tradición? Pablo d’Ors es, en el fondo, todo un conservador.

¿Cuáles fueron las tres o cuatro cosas que se le vinieron a la cabeza al conocer la muerte del Papa? Me refiero a esas sensaciones casi instantáneas.

Por fin descansa, eso fue lo primero. Lo segundo fue una sombra de tristeza, que me invadió: me di cuenta de lo profundamente unido que he estado a Francisco en estos últimos años. Acto seguido, me vino un profundo agradecimiento a Dios, por habernos regalado como Papa a un hombre tan extraordinario, un auténtico seguidor de Jesús. 

¿Cómo era el Papa de cerca, cuando las cámaras no estaban grabando?

Tengo la impresión de que era un tipo bueno y lúcido. Llevó el timón de la Iglesia con tanta firmeza como sano humor, y eso es muchísimo, sobre todo teniendo en cuenta las dimensiones de la nave… 

Descríbalo con tres o cuatro brochazos, como si lo estuviera introduciendo en uno de sus relatos.

Lo más llamativo en él era su poderosa energía. Sólo en presencia de Franz Jalics, mi maestro, he experimentado algo similar: una irreprimible necesidad de agacharme para reconocer así, físicamente, una incontestable autoridad espiritual. Tuve el deseo de introducirme en su aura, de beneficiarme de algún modo de su irradiación en el encuentro que tuve con él a propósito de mi nombramiento como asesor cultural del Vaticano, allá en 2015. 

Usted fue su asesor cultural y, muy pronto, se le vinculó a él. Recuerdo que, al publicar usted un artículo sobre la necesidad de mirar a los sacramentos de forma nueva para acercarlos a la gente, distintos obispos le llamaron “hereje”. En realidad, usted lo sabe, era también una manera de llamar “hereje al Papa”. Nunca un Papa había provocado una reacción tan virulenta dentro de la Iglesia. ¿Qué pasó?

Escribí un artículo titulado “¿Habrá alguien que se atreva?”. Lo publicó Vida Nueva, un semanario católico con el que sigo colaborando. Abordaba en él la importancia de renovar las oraciones del misal romano y, en general, de revisar la praxis sacramental de la Iglesia.

El tono no quería ser provocador, pues, en contra de lo que muchos piensan de mí, soy un clérigo esencialmente ortodoxo. Sin embargo, como ha vuelto a suceder hace poco a propósito de mi talante de diálogo con otras tradiciones religiosas, un par de obispos me tildaron de hereje en la prensa, armándose un gran revuelo, al menos a juzgar por los cientos de mensajes de todo tipo que recibí por este motivo: apoyos, condenas, insultos… Es probable que, en mí, estuvieran atacando a Francisco. Lo ignoro, no le di importancia. Procuro centrarme siempre en lo positivo, no en lo polémico. 

Usted siempre salía en defensa del Papa y explicaba que los mayores detractores de Francisco estaban dentro de la Iglesia, y no fuera. Creo recordar que dijo en una entrevista: “Quienes lo atacan de esa manera no tienen corazón”. Es muy crudo plantearlo así, pero… ¿el fin de su papado ha provocado alivio entre los sectores más conservadores de la iglesia?

No recuerdo haber dicho nada semejante. Nunca hablo mal de nadie. No siento animadversión por nadie que me haya atacado. Ni siquiera me duelen esos ataques. Comprendo desde donde los emiten, y eso no puede suscitar en mí más que comprensión y misericordia.

Si alguien se alegra por la muerte de un ser humano, tiene un problema personal y será él quien lo sufra, no ciertamente el difunto. Más allá de ser conservadora o aperturista, la Iglesia es Iglesia, es decir, la comunidad de los seguidores de Jesús. Estoy casi seguro de que la inmensa mayoría de los cristianos no sienten alivio por la defunción de Francisco I, sino pena. Por eso rezan, rezamos, por su eterno descanso y pedimos desde ya por su sucesor.

El Papa, es cierto, como usted decía, sufría muchos más ataques desde dentro que desde fuera. Démosle la vuelta: ¿por qué tenía tanta facilidad para seducir a agnósticos y ateos? Ha sido el más eficaz cruzando esa frontera.

Tenía corazón de pastor, esa es la cuestión. Salvando las distancias, pienso que le pasaba como a mí: le llamaban los que estaban lejos y hasta se sentía más a gusto entre ellos. La humanidad no se divide en creyentes, agnósticos o ateos, sino entre personas despiertas y personas dormidas, gente que quiere crecer y gente que no quiere cambiar nada.

Su muerte ha suscitado una enorme tristeza entre quienes consideraban que Francisco estaba peleando por colocar a la Iglesia en la estela de los tiempos. ¿Qué mensaje trasladaría a todas estas personas?

Que muere lo que no somos, el cuerpo y la mente, pero no el alma. Que la vida es inmortal. Les diría que el Papa sigue vivo y que, desde donde se encuentra, intercede por nosotros. Lo creo firmemente. Sé que mis padres, por ejemplo, que ya fallecieron hace tiempo, están vivos y, si ellos lo están, ¿por qué no iba a estarlo el Papa? A quienes ahora están tristes, les diría que ellos no son esa emoción. Que observen cómo las nubes pasan y cómo permanece el cielo.


Pablo d’Ors acaba de publicar «Devoción» (Galaxia Gutenberg, 2025).

Javier Carbajal

En el Vaticano, de manera oficial, se dice que al Papa lo elige el Espíritu Santo, pero toda una dinámica política, jalonada de siglos de tradición, interviene en los procesos de sucesión. ¿Cuál es su análisis? ¿Es más probable que la Iglesia camine por la senda de Francisco o que dé un paso hacia lo conservador?

Claro que hay toda una dinámica política en la elección de un nuevo pontífice. Somos humanos, sería extraño que no la hubiera, los cardenales electores tendrían que ser ángeles, y no es el caso. Lo extraordinario del asunto es que el Espíritu Santo actúa sin saltarse las mediaciones humanas, incluso a su pesar.

Estoy convencido de que todos los papas que he visto, desde Pablo VI hasta Francisco –por cierto, me llamo Pablo porque fui el sexto hijo y nací el día después de que Pablo VI fuera coronado papa– han sido providenciales, es decir, fruto de la acción del Espíritu. Eso me hace confiar en que así será también con el que haya de venir.

No voy a ocultar, nunca lo hago, que personalmente preferiría un papa progresista y abierto, muy abierto a ser posible. Creo sinceramente que es lo que necesita este mundo, si es que la Iglesia no quiere precipitarse en la insignificancia social. Pero lo que yo prefiera o deje de preferir no tiene ninguna importancia. Lo que venga será lo mejor, en realidad siempre es así.

Desde la llegada de Francisco, quienes asistimos desde fuera al devenir de la Iglesia percibimos una fuerte pugna entre aperturistas y conservadores. ¿Esta es una percepción maniquea o se está produciendo ese debate? ¿Cómo lo ve usted siendo sacerdote y habiendo formado parte de ese consejo cultural del Papa?

Coincido con usted. Por desgracia, existe esa polarización. La Tradición es un valor incuestionable para los cristianos; el problema es su caricatura, es decir, el tradicionalismo. Ser fiel a un legado no es sólo conservarlo, sino recrearlo. No hay verdadera fidelidad sin creatividad, no me canso de decirlo. La tensión entre tradición y renovación no es fácil, pues obliga a una búsqueda permanente.

A decir verdad, no se puede estar realmente vivo sin correr algún riesgo, muchos. Todos los papas, como en realidad todos los sacerdotes, han tenido que escoger entre el diálogo o la alternativa: o pensamos que nos asiste la verdad y queremos compartirla, o pensamos que la verdad la gestamos entre todos y, en consecuencia, hay que buscarla juntos. Francisco I y Juan XXIII, por ejemplo, se inclinaron claramente por el diálogo. Benedicto XVI y Juan Pablo II, por la alternativa. Para mí, esto es clarísimo.

¿Ha sido Francisco un revolucionario?

Me parece un adjetivo demasiado fuerte. Yo hablaría más bien de reformador: lo suyo no ha sido un punto y aparte, sino más bien un punto y seguido. Ha puesto un punto, sí, pero sustancialmente ha mantenido la Tradición, no la ha roto.

«Si la Iglesia no se renueva, no me extrañaría que surgiera lo crístico… Gente que siga a Jesús sin la dimensión religiosa e institucional de estos veinte siglos»

Quizá su mayor revolución fue contra la opulencia eclesial, la falta de transparencia y todas esas cosas que alejaban al clericalismo de la feligresía. Está incluso en su testamento: la renuncia al catafalco, el ataúd sencillo, el entierro en Santa María la Mayor…

Estoy de acuerdo. Es curioso que un Papa eminentemente social vaya a pasar a la historia, probablemente, por las reformas internas que ha posibilitado, como buen jesuita que era. Como jesuita, insisto, su mirada estaba en el mundo, necesitado de la Buena Noticia; pero como jesuita, también, comprendía que la cosa debía empezar desde dentro, y que de nada servía poner la mirada muy lejos si se perdía la tierra de lo concreto. Para mí que era un hombre sencillo; y tengo la simplicidad como una de las mayores virtudes.

¿Hasta qué punto era importante lanzar una reforma así en la Iglesia? 

Era y es importante. Yo estoy dejando mi piel en ello. La Iglesia es la principal responsable, cuando no la única, del legado de Cristo en la humanidad. Si no lleva adelante certeramente esta misión, no me extrañaría que, frente a lo cristiano, se erigiera lo crístico, es decir, personas que sigan a Jesús pero sin la dimensión religiosa e institucional que este seguimiento ha comportado durante veinte siglos. Una Iglesia que no se renueve, está muerta, es evidente; no actuar con rotundidad ante los signos de su declive es, huelga decirlo, una tremenda irresponsabilidad.

Fracisco fue mucho más contundente y explícito que sus predecesores en la persecución de la pederastia, ¿no? 

Sí, lo fue.

Pablo d'Ors, durante la entrevista.


Pablo d’Ors, durante la entrevista.

Javier Carbajal

Intentemos ahora desmigar la respuesta sobre la reforma, yendo a los hechos concretos. Por ejemplo: el papel de la mujer en la iglesia. Fue revolucionario que se abriera a estudiar que las mujeres pudieran celebrar bodas y bautizos en calidad de diaconisas, pero eso, que estaba lejos de elevarlas a ‘sacerdotisas’, finalmente quedó en nada desde el punto de vista doctrinal. ¿Fue sólo un gesto? ¿Fue una intención real? ¿Se habría atrevido a dar el paso de haber tenido más tiempo? 

Estuve presente en el pleno del dicasterio de la Cultura cuando se debatió este asunto del papel de la mujer en la Iglesia, de eso puedo hablar con conocimiento de causa. El debate fue infinitamente más plural de lo que cualquiera, desde fuera, podría sospechar. Se abrieron propuestas muy interesantes. La cuestión no es, simplemente, el del sacerdocio de la mujer, sino el de su papel en las facultades de teología, en los tribunales eclesiásticos, en la dirección de dicasterios, en tantos puestos de responsabilidad como hay, seguramente excesivos.

Para mí que el Papa sí que quería ir muy lejos (es sólo mi opinión), pero se dio cuenta de que los posibles precios eran demasiados altos. Si un determinado paso doctrinal o moral supone el riesgo de un cisma, hay que tentarse mucho la ropa antes de darlo. 

¿Y usted? ¿Qué opina?

Siento defraudar, pero la diferencia no es para mí necesariamente discriminación. El sacerdocio no es un derecho, sino una vocación de servicio a la humanidad desde la Iglesia. La Iglesia debe poder decidir, sin presión social de clase alguna, cómo desea que sean sus ministros. Por mi parte, veo a la mujer en el altar, sí, en una tarea de representación de lo sagrado paralela a la del varón, pero no necesariamente idéntica. El problema no se resolverá cuando hombres y mujeres hagan lo mismo, sino cuando no se consideren de más valor unos servicios que otros. 

Uno de los desafíos más importantes en la gestión del Papa fue el diálogo con la iglesia alemana, que impulsa un proceso de reforma que plantea ideas como el fin del celibato. Ahí, el Papa se plantó, no sé si por el legado que gestionaba sobre sus hombros o por convicción personal. Usted, ¿cómo lo interpreta?

No sabría decir cómo lo vivió él, me aventuraría demasiado planteando una hipótesis. Pero puedo decir qué pienso yo al respecto, pues mi opinión ha cambiado. El celibato nunca debería ser una imposición; cuando lo es, el resultado es, prácticamente siempre, de sufrimiento. Sin embargo, hoy puedo afirmar que, cuando has trascendido el ego, es decir, cuando vives más allá de tus necesidades y deseos personales, la castidad es lo más natural.

La raíz del problema no está en quitar o mantener el celibato, sino en que no deberían ordenarse como sacerdotes personas que no hayan hecho un camino espiritual que les permita vivir desde el centro operativo del alma. Comprendo que habría muchísimos menos sacerdotes, pero puedo asegurar que no sólo serían mejores los que hubiera, sino que en la Iglesia habría mucho menos sufrimiento.

Ha escrito sobre las tradiciones heredadas, ha investigado sobre los viejos cristianos… Si no me equivoco, los primeros sacerdotes sí podían estar casados.

Así es, pero eso no significa mucho.

«Por supuesto que doy la comunión a los divorciados»

Ocurrió algo parecido con los divorciados. De las declaraciones del Papa pareció deducirse que les reconocía el derecho a la comunión, pero sus encíclicas no añadieron, si no me equivoco, modificaciones doctrinales. ¿Cómo lo enfoca usted sacerdotalmente? ¿Debe dárseles la comunión como a los demás? 

Por supuesto que les doy la comunión. Pondré un ejemplo, por si hay alguien a quien escandalice mi proceder. En 1991-92 estuve de misionero en Honduras, un país donde, en aquel tiempo, más del 90% de las parejas no estaban casadas. Sin embargo, siempre en aquel tiempo, Honduras era un país católico casi al 100 %. En rigor, ¡todo el país estaba excomulgado, pues estaba en una situación canónica irregular!

Todos, sin embargo, acudían a recibir la comunión en las misas, siempre multitudinarias. Todavía recuerdo la respuesta que me dio el obispo del lugar cuando le planteé esta duda: “¡No me preguntes!”. Una cosa son los principios y otra muy distinta, por fortuna, la vida.

Y, por último, para cerrar los debates que situaron al Papa en el ojo del huracán, está el asunto de los homosexuales dentro de la Iglesia. Francisco autorizó las bendiciones de parejas homosexuales, pero la Iglesia ha continuado llamándolas parejas “irregulares”. Dijo el Papa: “No puede haber confusión entre la familia que Dios quiere y cualquier otro tipo de unión”. 

En efecto, ahí hay algo auténticamente escandaloso. Hay clérigos que no tienen problema en bendecir animales, o coches, o lo que se tercie, pero sí que lo tienen, por contrapartida, para bendecir homosexuales. A mí esto me parece ofensivo y lamentable. Sin embargo, si la Iglesia define el matrimonio como la unión entre un varón y una mujer en orden a un fin unitivo y de procreación, entiendo que tenga sus resistencias a llamar familia a lo que no se ajusta a esta concepción. Una vez más es lo mismo: no hemos de dar necesariamente el mismo nombre a todas las formas del amor, lo que no significa que no puedan -y deban- ser bendecidas.

Esas palabras del Papa contrastan con el rechazo del Vaticano durante su mandato a un embajador de Francia por ser homosexual o a las presiones del Vaticano contrarias a la ley del matrimonio homosexual en Italia. Creo que todas estas cuestiones que hemos ido analizando responden a un mismo tema: la velocidad en la actuación. ¿Fue el Papa todo lo rápido que pudo? ¿Cuál era su verdadera ambición transformativa?

El Papa era sensato, yo lo veo así; quería cambios, pero no a cualquier precio. La velocidad nunca debe ser el criterio decisivo, aunque haya cosas, como esta sin ir más lejos, que son muy urgentes. La Iglesia se mueve mucho más despacio de lo que a mí me gustaría, eso también quiero decirlo.

Pero si yo me pongo en el lugar de Francisco –y ese es un ejercicio muy recomendable a la hora de valorar el comportamiento de una persona–, por mucho afán transformador que yo tenga, que lo tengo, no creo, francamente, que lo hubiera hecho mucho mejor que él. Más bien, al contrario. Que este Papa haya sobrevivido con dignidad a la presión mediática e interna a la que ha estado sometido me parece más que admirable: ejemplar.

En los países europeos y latinoamericanos, sobre todo en España, fue mejor visto por los movimientos políticos de izquierdas que de derechas. ¿Tiene cierta lógica? 

La tiene. Nunca visitó Argentina, su país, pero sí Irak o Mongolia, por ejemplo. Muchos no se lo perdonan. Tuvo que optar.

Pablo d'Ors es autor del ya clásico Biografía del silencio.


Pablo d’Ors es autor del ya clásico «Biografía del silencio».

Javier Carbajal

Su labor como consejero cultural del Papa era escribir papeles sobre la Iglesia y la sociedad. ¿Podría explicar su tesis para que las iglesias no continúen vaciándose sobre todo de jóvenes?

Si las iglesias se vacían, no tengo ninguna duda de que es por voluntad de Dios. Esta crisis que está viviendo el catolicismo en Europa es necesaria para su crecimiento. No es una adversidad, como muchos piensan, sino una gran oportunidad. Yo sostengo que el cristianismo está en su adolescencia y que, por ende, aún nos queda lo mejor.

La mayoría no sabe qué hacer con la herencia cristiana recibida: se rebela, protesta, exactamente igual que lo haría un adolescente con sus padres. Pero esto es sólo un fotograma, la película sigue y hay que verla entera. A los jóvenes, como a todos los demás, les intento dar lo que todos necesitamos: escucha, atención, amor. Cuando vas con eso por delante, prácticamente no hay puerta cerrada que se resista. 

El otro día, escribía usted sobre la necesidad de volver a Athos, pero un Athos renovado. ¿Podría explicarlo? ¿En qué consiste?

El Monte Athos es una república teocrática en una península al norte de Grecia, donde se fundó, en torno al año 1000, una comunidad monástica. Los orígenes de la meditación cristiana están ahí, en el hesicasmo, una corriente espiritual que va del siglo V al XVIII.

Los hesicastas o habitantes de esa montaña sagrada son, en el cristianismo, los primeros buscadores de la paz interior por medio del silencio y la quietud. Yo albergo el sueño, posiblemente loco, de refundar Athos, recreando una versión laica, mixta y contemporánea, de lo que este centro de irradiación espiritual supuso hace milenio y medio. Los occidentales no podemos seguir ignorando el inmenso y hermoso patrimonio judeocristiano y griego del que somos herederos.

«El Papa recibía a las víctimas de los abusos en su propio hogar para pedirles perdón»

Cuando le leo, le interpreto así: la religión católica no puede ser sólo una pauta para vivir una vida de tal manera que se obtenga la vida eterna, el cielo. También debería ser una manera de vivir esta vida de forma plena, sin dioses castigadores, y con una aplicación más práctica, que la haga más rica. Ahí entra la meditación, ¿no? 

Así es. Hay dos cosas que es preciso que los cristianos de hoy comprendamos. La primera es que el Reino de Dios está dentro de nosotros, no fuera; que no está en el más allá, sino en el más acá; que la única forma de soñar con un futuro mejor es construyendo en el presente. En realidad, todo está ya aquí, es sólo que no lo vemos.

La segunda cosa que urge es dejar ya de esperar que Dios nos ayude desde arriba, como si fuera un mago que, con su varita mágica, arregla caprichosamente todo lo que se ha torcido. Un Dios verdadero sólo puede apelar a la madurez humana. No peticiones infantiles. No preguntas retóricas. No huidas sistemáticas al entretenimiento.

Es preciso desapegarse de todas las formas religiosas, lo que en absoluto significa descuidarlas o dejar de utilizarlas. Pero conviene recordar a cada instante que sólo son medios para la consecución de un fin. Sí, es preciso morir a Dios para llegar a Dios. Morir a nuestras ideas de Dios, a nuestra experiencia de Dios, tal y como lo hicieron María o Abraham.

¿Por qué la Iglesia oficial olvidó su tradición oriental y meditativa?

No ha sido sólo la Iglesia la que ha olvidado la sabiduría. También de Grecia nos ha llegado sólo el logos o racionalidad, pero no el pneuma o dimensión mística. La Iglesia olvida lo meditativo por la misma razón por la que lo olvidamos todos: porque lo exterior es mucho más fácil e inmediato que lo interior. Porque mirar hacia afuera nos entretiene y nos ahorra la aventura más apasionante, aunque también la más difícil: el auto-conocimiento.

¿Qué pensaba de esto el Papa Francisco? Él recomendó algunos de sus libros, por ejemplo “Biografía de la luz”.

Es cierto que me escribió una preciosa carta en que recomienda este ensayo mío, alegando que es una notable presentación del evangelio a los no creyentes. En realidad, el mensaje de Cristo es profundamente inclusivo, pues no es otro que el de la fraternidad universal. En la línea de Jung, que afirmó que todo lo que le sucedió a Cristo sucede siempre y en todas partes, yo traté de mostrar cómo el Maestro de Galilea es un extraordinario paradigma de la humanidad. 

En esas coordenadas entra el ya clásico “Biografía del silencio”, pero también el recientemente aparecido “Devoción”, donde hace una adaptación de “El peregrino ruso”, que guía a los ortodoxos. ¿Por qué lo ha hecho? 

Relatos de un peregrino ruso es un clásico de la espiritualidad ortodoxa que he versionado y comentado en mi ensayo Devoción, recientemente publicado por Galaxia Gutenberg. Después de Biografía del silencio, en que abordo la necesidad de una mente diáfana para vivir con dignidad, necesitaba contar que también es preciso un corazón puro, en su sitio. La clave de la felicidad es para mí la puridad de intención, es decir, la motivación por la que hacemos las cosas. El peregrino ruso es el ejemplo emblemático de esta actitud y, obviamente, le he rendido un homenaje para traerlo a la actualidad.

¿Cómo cree que será recordado Francisco dentro de cuarenta o cincuenta años? 

No tengo idea de cómo lo recordará el mundo dentro de unos años, pero puedo decir cómo lo recordaré yo. Como el Papa que sorprendió al pueblo, en la noche de su elección, pidiéndole que le bendijera. Como el Papa que optó por no residir en el palacio apostólico, sino en una casa más sencilla. Por su viaje a Lampedusa, para abrazar a los inmigrantes. Porque en Brasil animó a los jóvenes a “hacer lío”.

Por su encíclica Laudato si, la más leída en la historia de la Iglesia. Por recibir todas las camisetas de fútbol que le regalaron. Porque puso la misericordia en el centro. Porque celebraba su cumpleaños con los indigentes de Roma. Porque recibía a las víctimas de abusos en su propio hogar, para pedirles perdón. Porque abrió la eucaristía a los excluidos por incomprensibles rigorismos. Porque visibilizó a las mujeres y descentralizó la Iglesia.

Porque en plena pandemia nos recordó que “nadie se salva solo”. Porque besó los pies de los líderes de otras religiones. Porque soñó con una comunidad eclesial más representativa y sinodal. Porque se pareció a Jesús de Nazaret, aunque eso incomodara al poder político y al religioso. No sé los demás, pero yo le recordaré como el Papa de la alegría y de las periferias.

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