En el principio fue la alegría. La vida siempre está unida a ese sentimiento cuando llama a la puerta el hecho de vivir, de permanecer vivos, de tener en el horizonte la esperanza de llevar adelante la vivencia de las cosas bellas, verdaderas y bondadosas. Y ha sido este concepto existencial el que ha marcado el magisterio del Papa Francisco en sus doce años de pontificado.
Recuerdo que fue la pregunta que le formulé directa y personalmente cuando tuvimos un encuentro con él un grupo de obispos españoles con motivo de nuestra última visita ad límina a Roma. En aquel diálogo lleno de frescura y franqueza, él nos invitó a que le lanzásemos una cuestión en torno a la cual después dialogaríamos. Fueron muchos los temas que unos y otros íbamos presentando.
Cuando intervine yo, desde mi trabajo como director del departamento de cultura de las Conferencias Episcopales de Europa, le dije así: «Santo Padre, nuestro viejo continente tiene raíces cristianas y han fundamentado nuestra idiosincrasia. Son raíces verdaderas, pero por distintos motivos están mal regadas desde que irrumpió la Modernidad tras la Ilustración. Contrasta con la sensación de tristeza que nos embarga, acaso por la falta de perspectiva cuando nos asomamos al futuro o ante el momento presente de nuestra historia. Son muchas las razones que nos empujan a esta situación: el alejamiento de Dios en una sociedad más secularizada, la insolidaridad expresada en tanta exclusión e intolerancia, el relativismo moral que banaliza la mentira para la praxis política y cultural, la violencia y la insidia que enfrenta y divide los pueblos y las comunidades…».
Él me miraba atentamente, y, quitando solemnidad a mis palabras de profesor universitario, todos reímos cuando me espetó coloquialmente en argentino: «Que Europa está triste… Chocolate por la noticia». Es decir, has ganado una chocolatina por decir campanudamente una obviedad. Pero llevas razón: Europa ha perdido la alegría, y esto es una real constatación verdadera ante la destrucción de la familia, la censura de la vida, el guiño a las ideologías y el individualismo egoísta más voraz.
De hecho, el primer gran documento programático del Papa Francisco, una guía pastoral de todo su pontificado fue la exhortación apostólica «Evangelii gaudium» («El gozo del Evangelio), abordando con amplitud los retos que nos desafían ante la nueva evangelización que va dirigida también a los cristianos que han caído en una tibieza mediocre que impide identificarlos dentro de nuestra sociedad plural. Engarza con los grandes textos pastorales de los últimos papas, desde San Pablo VI, a San Juan Pablo II y Benedicto XVI.
En su siguiente exhortación apostólica dedicada a la familia, «Amoris laetitia» («La alegría del amor»), abordará cuanto converge en el amor entre hombre y mujer, abiertos a la vida, en fidelidad para siempre, con respeto y ternura y acertando a educar responsablemente sus hijos. Hay páginas bellísimas en esta alegría amorosa, aunque hay una nota marginal que sorprendió por una cierta ambigüedad ofreciendo la comunión a personas divorciadas vueltas a casar. Pero sería injusto descalificar todo ese precioso documento por una nota a pie de página.
Y, continuando su leitmotiv en torno a la alegría como saludable estribillo de magisterio como papa, tenemos otro documento que aborda nada menos que la vocación última de nuestro destino cuando nos invitó a recordar precisamente que hemos nacido para la santidad: «Gaudete et exultate» («Gozad y alabad»). Una santidad que no es mueca ni pose, sino el alegre testimonio de habernos encontrado con ese Jesús que ha cambiado nuestra vida, que ha iluminado nuestras penumbras y nos ha regalado la libertad. La santidad es un proyecto de libertad y de belleza.
Por eso, podemos recordar también al Papa Francisco por su invitación a la verdadera alegría, como cantó San Francisco de Asís en uno de sus textos más hermosos en torno a la paciencia. Entender y vivir la alegría auténtica en medio de un mundo triste e infecundo nos haría merecedores del mejor chocolate por la más buena noticia, siguiendo con la metáfora argentina que me ofreció el Papa Francisco. Descanse en paz junto al Buen Pastor.
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