El síndrome de Madame Bovary
Inspirado en la protagonista de la novela de Gustave Flaubert, el término síndrome de Madame Bovary (bovarismo) fue utilizado por primera vez por el filósofo francés Jules de Gaultier, que lo definió como «la capacidad que tiene el hombre de creerse alguien diferente de quien es», lo que implica una negación activa del principio de realidad.
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En el verano de 1959, tiempo en el que Mario Vargas Llosa (MVL) había empezado a leer de manera desvelada y caníbal, llegó a París con poco dinero y una de las primeras cosas que hizo fue comprar, en una librería del barrio latino, un ejemplar de «Madame Bovary», novela de culto del realismo, que comenzó a leer bien entrada la noche, en un cuartito del hotel Wetter.
En 2022 reveló la influencia en su trayectoria literaria, de Flaubert, un adelantado de la modernidad que invirtió cinco años de su vida en escribir la sombría historia de un matrimonio que termina en tragedia, en la Francia del siglo XIX.
Como reconocía MVL en «La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary», ensayo dedicado a desmenuzar la pasión que había puesto la literatura en el centro de su vida, le sedujo el insólito rigor en cada frase y la precisión extraordinaria con la que Flaubert describía las escenas, sin opinión, sin juicio, al tratar cuestiones como la violencia y el sexo.
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En el imaginario colectivo, este síndrome cobra fuerza para describir el contraste entre un estado de insatisfacción crónica y la constante huida de la realidad concreta, que rara vez cumple y suele frustrarlas.
Su identificación requiere una aleación de los indicios que generan un profundo descontento: sublimación excesiva y persistente, «yo estoy bien»; dependencia emocional y patrones de conducta obsesivos.
Resultado de una combinación de factores personales, familiares, «mi mujer fue la primera persona que me dijo que no dimitiera», culturales y sociales, el bovarismo, inclina una tendencia al autoengaño, «somos más», priorizando la información que refuerza expectativas propias e ignorando aquello que las contradice, lo que reaviva la evasión de la realidad.
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El recurso a la teatralidad, «¿merece la pena todo esto?», apareado con la queja de una campaña contra quien acababa de ser imputada por tráfico de influencias y corrupción en los negocios. El amago de dimisión buscaba generar una oleada de apoyo, lo de menos era el vacío institucional, cinco días de asueto no contemplado en la Constitución.
Entonces, la tentación política del bovarismo se tradujo en culpar a los demás, negando asumir responsabilidades y evitando afrontar la realidad judicial. Para ello, se recurrió a la negación, «no hay nada», como estrategia de resistencia.
De ahí, el empeño en negar la evidencia; gobernando al margen del parlamento, borrándose de la calle, rechazando hechos que pudieran resultan dolorosos, amenazantes o incómodos; lo que activaba mecanismos de defensa, «esta decisión es un punto y aparte, se lo garantizo», con los que paliar la angustia existencial.
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Un año después, con la supervivencia como objetivo existencial, la constante sigue siendo una severa dificultad para aceptar la realidad tal como es, al habitar una realidad propia que no es la que ven los demás.
Aunque resulta complicado lidiar con la rutina de lo cotidiano, los jueces siguen instruyendo sumarios y los medios sacando a la luz datos que reflejan un estado crónico de frustración y melancolía.
El desdén institucional que supone estar dispuesto a gobernar «sin respaldo del poder legislativo»; la flagrante transgresión de la normativa presupuestaria, «¿para qué presentar presupuestos y perder el tiempo en ello?»; el descarte de toda avenencia con la oposición, «si quieren ayuda que la pidan»; la ejecución pública ritual del presidente de una gran compañía; el negacionismo ante el rearme para cumplir, sin discusión parlamentaria, con exigencias externas… suponen vulnerar el principio de legalidad y, al escamotear la realidad, se convierten en otros tantos algoritmos del bovarismo rampante.
El carácter estructural que va adquiriendo la confrontación concuerda metódicamente con sumarios abiertos que afectan a personas del entorno directo del poder, sin dejar de aparecer derivaciones que amplían el ámbito de las investigaciones.
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No presentar los Presupuestos Generales porque no hay posibilidad de ganar, es como apostar en el hipódromo una vez terminada la carrera de caballos. No convocar elecciones, a pesar del empeño demoscópico oficial, resulta una anomalía incuestionable.
Ataviado como tentación y arma política, el bovarismo encarna una nueva normalidad, contraria a la Constitución y a los principios básicos de una democracia parlamentaria.