Durante muchos años, yo abrigué un plan: cuando afrontara el último tramo de vida, recobraría una fe luminosa que no solo me prometería la resurrección de la carne, sino que me daría la vida eterna.
Parecía un plan sin fisuras, que calmaba mi contumaz miedo a palmarla, pero mostraba una grieta casi insalvable: algo tan sencillo como creer le resulta casi imposible a quien no cree, aunque quiera. Ahí, sin embargo, entraba en acción una persona. Mi abuela Placeres, que pasó toda su vida en A Espiñeira, una aldea de la costa de Lugo, limpiaba los bancos de la ermita y no se saltaba ni una ceremonia. Parecía, y quizá lo fuera, una creyente de una pieza, impermeable a los chubascos de dudas. ¿La prueba? Cuando yo padecía una de mis furibundas crisis asmáticas durante mis veranos infantiles, se ponía a los pies de la cama y rezaba (de forma incluso algo agresiva si yo me ahogaba: “que te digo que dejes respirar al ‘cativo’” -le faltaba decir: o te meto-). Cuando yo pensaba en mi plan, pero me torturaba con mi incapacidad para ejecutarlo, me aferraba a ella.
Pero cuando a ella le llegó la hora (y sucedió tarde, pasado el siglo de vida) todo se torció. En los últimos tiempos, tanto cantaba canciones cubanas (tonadillas cafeteras que quizá habían traído a su pueblo los indianos) como le hablaba a la tele. Cuando todo parecía inminente, le dije: “Abuela, pero tú estás tranquila, porque te reunirás con el abuelo allá arriba”. Ella calló, la mirada hueca al frente (casi no veía). “¿No?”, insistí, algo inquieto. “Non me creo nada, filliño”, contestó. Ahí hizo crack ese precioso plan de porcelana, todas las piezas por el suelo alfombrado de periódicos.
Años después, la muerte del papa Francisco me coge leyendo ‘El loco de Dios en el fin del mundo’, de Javier Cercas, un imponente libro sobre el Sumo Pontífice. Al novelista le encargan viajar a Mongolia con el vicario de Cristo. Se siente honrado, pero se sabe anticlerical, impío, laicista y racionalista. Acaba aceptando, pero no tanto por el honor que encierra la propuesta como por una necesidad familiar. Su madre, muy devota, cree que cuando muera irá al cielo y allí se reunirá con su marido. El escritor viajará con el Papa para poder preguntarle, cara a cara, no si es de izquierdas o de derechas, ni por el cambio climático o por Trump, sino precisamente por eso: ¿en serio le puedo asegurar a mi madre que podrá vivir con su amor durante toda la eternidad?
Cercas habla en su nuevo libro de la dificultad de atrapar la fe mediante la razón, algo con lo que se había peleado ya Dostoievski, que la pescó en el horno de sus dudas. Aprende que la fe tiene que ver con una intuición poética, pero también con el testimonio: predicar con el ejemplo, encarnar lo que se enuncia. Mi abuela estaba cerca de eso, no tanto por limpiar los bancos de la ermita como por su forma de ser. Un ejemplo: pese a no tener estudios, salía a cualquier hora a los montes de su parroquia para poner inyecciones a enfermos. Quizá eso conecte a Placeres y a Francisco. En eso, yo, que no puedo creer, sí creo.
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