El papa se va… y ya no lloro

El expapa Juan Pablo II, en una imagen de archivo. / Maciej Klos /EFE

Era 1982, el año de Naranjito. Yo acababa de cumplir los seis años y a mi hermano le faltaban todavía unos meses para cumplir los dos. Éramos muy felices, o así lo recuerdo. Pasábamos horas jugando juntos sobre una alfombra setentera de colores naranja y marrón, con dibujos geométricos y muy resistente, mucho, a la incontable porquería que dos seres humanos en crecimiento como nosotros éramos capaces de producir, juntos y en solitario. Como era otoño, llevábamos todavía el pijama puesto (¡oh, gran placer!) y retozábamos confiados sin saber que un año antes, por ejemplo, los nostálgicos del franquismo casi acaban con la incipiente democracia de la que éramos nuevos hijos o que, otro ejemplo, la histórica lechería que todavía vendía a granel en el Torrent de entonces desaparecería poco después para dejar espacio al crecimiento de la ciudad y a una modernidad encapsulada en cartón con nombre inglés «tetra brick».

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