En la tarde noche del 13 de marzo de 2013, se escucharon el la plaza de San Pedro las palabras míticas: «Annuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam. Eminentissimum ac reverendissimum dominum, dominum Georgium Marium, Sanctae Romanae Ecclesiae cardinalem Bergoglio; qui sibi nomen imposuit Franciscum», es decir, «Os anuncio una magna alegría: ¡tenemos Papa! El eminentísimo y reverendísimo señor don Jorge Mario, de la Santa Iglesia Romana cardenal Bergoglio; quien se ha impuesto el nombre de Francisco».
Justo en ese instante, una hora antes de que el elegido saliera al balcón de la logia de San Pedro, en ese momento preciso de la proclamación, el Catolicismo se congeló durante minutos interminables.
La mayoría de la grey de Cristo, desconocedora del reparto de poder en la Iglesia y de las personas que lo identificaban, no sabían lo que habían escuchado. Otra parte, que conocía la vida de Bergoglio, incluidos, naturalmente, los jesuitas, no podían creérselo. Y por último, otra porción no pequeña del pueblo de Dios, la más conservadora, e incluso tradicionalista, recibió tal impacto que enmudeció súbitamente.
Recuerdo que al cabo de un rato de haberse escuchado el apellido Bergoglio di una vuelta por varios blogs y foros tradicionalistas y pude ver escarcha y congelación en casi todos. Podría mencionar algunos de ellos, pero si el Señor llevará cuenta de sus pecados, ¿quién podría resistir?
Para el tradicionalismo, el dato esencial consistía en recordar que Bergoglio había sido/era jesuita, esto es, miembro de la orden religiosa más progresista desde los años sesenta del siglo pasado. Por tanto, se trataba de un sospecho habitual capaz de revolver o revolucionar la Iglesia. Hay que reconocer que nos les faltó razón pues Francisco ha realizado afirmaciones y tomado postura en cuestiones que sus antecesores no se hubiera atrevido a sostener (por ejemplo, el Capitalismo que descarta vidas humanas, el deterioro del medio ambiente que afecta sobre todo a los excluidos, o la homosexualidad como hecho existente y digno de respeto).
Rechazó las teologías de la liberación de la Fe y la Justicia que eran la línea de los jesuitas
Siendo jesuita, lo mismo daba ser conservador o progresista, pues el destino de los hijos de San Ignacio de un tiempo a esta parte siempre ha sido armar lío. Pero ahí no se acaba el asunto, ya que en contra de lo que estimaba la zona católica muy conservadora acerca del jesuita, Bergoglio había sido un jesuita no sintonizado con la nueva corriente social (fe y justicia), de la Compañía de Jesús a parir de 1965.
Veamos unas pinceladas. Entre 1973 y 1979 Bergoglio fue nombrado provincial (máximo responsable jesuita) de la Argentina. Desde esa etapa y en años sucesivos aquel jesuita de raíces italianas no congenió con las teologías de la liberación, crecientes en América Latina, pero sí con lo que se comenzaba a denominar Teología del Pueblo, un posicionamiento menos duro, concordante con la Iglesia jerárquica y de matiz conservador.
Dada su poca sintonía con la línea oficialista de la Compañía, ésta le envió a estudiar a Alemania y a la vuelta le destinó a la periférica Córdoba de la Argentina como padre espiritual. Su atención a los sacerdotes del lugar fue tan afortunada que el cardenal Quarracino, de Buenos Aires, le eligió como obispo auxiliar suyo. Bergoglio le sucedió en el arzobispado y Juan Pablo II lo creó cardenal poco después.
Por tanto, ¿con qué nos quedamos? ¿Hombre de familia religiosa avanzada, que se descuelga de ésta como conservador para después desarrollar su propia actitud progresista como compañero de los excluidos? En efecto.
En consecuencia, ni los jesuitas de los que se había desvinculado ni los carcas que lo denostaban pudieron acertar aquella tarde noche de marzo de 2013 con el elegido. Era un católico difícil de encuadrar entre tópicos eclesiales, pero sin duda situado en la diana de los peores prejuicios.
Cuando una hora después de ser anunciado, salió al balcón de la logia, Francisco, según se supo más tarde, acababa de discutir con el maestro de ceremonias, Guido Marinini, que no hacía más que probarle estolas, cruces pectorales y demás material de los roperos pontificios. Con cortesía, pero con el temperamento que siempre tuvo, le dijo al ceremoniero «¡Basta ya!» y salió al balcón.
(Meses después, al visitar a sus hermanos jesuitas, con los que se reconcilió, les dijo: «No os encaprichéis con los trapos», y aquello fue el mayor desprecio que los tradicionalistas habían escuchado de una Papa en su extensos años de protestas contra la modernización/modernismo de la Iglesia).
Cuando Francisco rechazó vivir en los Palacios Apostólicos del Vaticano y no conducirse en automóviles oficiales y diplomáticos con la matrícula SCV (Estado de la Ciudad del Vaticano y, popularmente, «si Cristo los viera»), su estilo de pontífice quedó definido.
Como todas sus palabras y gestos, desde el primer minuto, fueron retorcidos por la contestación conservadora, alguien dijo que «no es lo mismo vivir en el palacio de los papas que en tal calle del Trastevere, 5º C…).
También en los comienzos de su pontificado definió a la Iglesia como un «hospital de campaña», con una doble referencia: hacia el interior de la institución eran necesarias reformas de cara a simplificar y acercar a la las mujeres y hombres el verdadero sentido de la Iglesia; y hacia el exterior, eran multitudes incontables los sufrientes, los olvidados, los «descartados», los enfermos de cualquier dolencia física, moral o espiritual, de modo que el catolicismo sólo podía dedicarse a a abrazarlos en su seno.
Entonces, los contradictores del Papa afirmaron que tal selección de destinatarios era injusta por dejar al creyente convencional a un lado. En efecto, la línea dominante de sus antecesores, Juan Pablo II, el restaurador, y Benedicto XVI, el teólogo, consideraban que la lucha social de la Iglesia era un camino arriesgado.
En cambio, Francisco enlazaba con los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI, los papas del Concilio Vaticano II y de las conferencias del episcopado latinoamericano que establecieron la «opción preferencial por los pobres».
Esa fue la orientación principal del Papa Francisco, la columna vertebral de su pontificado, con muestras tan elocuentes como que sus viajes se dirigieron principalmente a países y lugares no pertenecientes a la vieja cristiandad, o al nombramiento de cardenales preferentemente ni europeos ni italianos en particular.
Mientras Francisco marcaba sus líneas de pontificado, el pueblo llano percibía sus mensajes orales y escritos como una fuente de entendimiento y de comprensión. Era considerado un hombre inteligible hasta extremos que le granjearon el calificativo de «párroco del mundo».
Todo ello más su éxito entre la izquierda sociológica, editorial o política (incluso la alternativa, véase Podemos o Sumar), excitaron aún más a sus oponentes, que en ocasiones utilizaron este artefacto de ficción: «Jesucristo no triunfó, sino que fue rechazado y crucificado, porque el mensaje cristiano es muy duro de seguir».
Dicho aserto, como gran parte de la contestación al Papa, es contradictorio con la investigación exegética del Nuevo Testamento, pues aquel galileo gozó de éxito entre los suyos, aunque si perdió el favor de las multitudes a raíz de su detención.
Por si ello fuera poco, el cristianismo fue una religión de éxito desde sus orígenes, por su recepción en todas las clases sociales, y especialmente entre las mujeres y entre las «viudas y los huérfanos» a los que atendía preferentemente. Ahí están precisamente las raíces evangélicas de Francisco. Primero con especial atención alas mujeres. Dictó entonces medidas para incorporarlas a la liturgia o a las funciones orgánicas dentro de la Iglesia y de la propia curia Vaticana.
Sus intentos en esta materia procuraron basarse en la función de las diaconisas en los comienzos del cristianismo. Sin embargo, los estudios que Francisco encargó no dieron soporte a sus intenciones, lo cual suscitó las críticas de la Iglesia más progresista. Esta zona del pueblo de Dios mostró disconformidad con las decisiones menguadas de Francisco, aunque ignoraban que el papa no era un loco que se atreviera a subvertir la tradición de la Iglesia.
En cuanto a las «viudas y huérfanos» eran el estamento más descartado de la sociedad judía, cuyo patriarcado significaba que en cuanto el hombre desaparecía su familia quedaba reducida a la máxima pobreza y exclusión. Dicha figura de «viudas y huérfanos» era la referencia de las persona que más cuidados requerían y un caso histórico trasladable a todos los necesitados del presente.
Por tanto, Francisco, que solía decir «en Buenos Aires tenemos carne como para tirar al techo», lo cual significaba que toda gran urbe funciona para muchos como una «trituradora de personas», construye su mensaje social en torno los descartados y a los triturados y víctimas de un «capitalismo que mata».
Dicha expresión, que Bergoglio apenas repitió más tarde, dio lugar a las críticas más aceradas contra el Pontífice. El argumento conservador que entonces rugió contra Francisco afirma que el capitalismo (la acumulación de riqueza o simplemente de alimentos en los orígenes) era lo que había dado lugar a las civilizaciones desde hace 10.000 años.
La preocupación papal por el deterioro del medio ambiente también fue uno de sus planteamientos más discutidos. El hecho de que Francisco viera posibilidad de alianza internacional contra el cambio climático le desgastó en la medida que las derechas creyentes consideraban dicho movimiento internacional como un patrimonio de las izquierdas. Por otra parte, los tradicionalistas argumentaron que el medio ambiente no forma parte del mensaje bíblico ni de la tradición doctrinal de la Iglesia, aunque hay referencias a ello en mensajes papales de la segunda mitad de siglo XX y en particular en Juan Pablo II.
Otro gran frente de Francisco ha sido la acogida eclesial de los homosexuales, con un contraste que creo confusión, ya que a la vez que proponía una visión amable de esa situación se le escaparon expresiones como «hay demasiado mariconeo en algunos seminarios». No obstante el asunto de la homosexualidad y Francisco precisa de una análisis muy sutil que habrá que realizar en otro momento.
Pero, como con todos sus posicionamientos, la conservación mordió en este asunto con una fiereza máxima. La argumentación, retorcida y falsa, fue la siguiente: «como el clero abusador de menores es generalmente homosexual, Francisco, al comprender esa situación, está amparando la pedofilia».
De aquí a tacharle de «hereje y anticristo» sólo hubo un paso. El Vaticano reaccionó enérgicamente ante dicha acusaciones, que son lo peor que se fue afirmar de un clérigo, y entonces desaparecieron de la red numerosos textos que incluso habían sido soportados por páginas digitales de gran audiencia. No obstante, los blogueros más bestiales había sido, precisamente, argentinos.
Hoy, tras la muere de Francisco y a quince o veinte días del inicio del próximo Cónclave, surge la pregunta sobre la continuidad de las posiciones de un Papa valiente y arrojado.
Sin embargo, nunca ha sido tan difícil escrutar mínimamente el futuro. Durante siglos, las cancillerías europeas pronosticaban nombres a partir de lo que estimaran los príncipes gobernantes. Eso se acabó en el cónclave de 1903. Después vino el estudio de los cardenales más próximos al Papa fallecido (por ejemplo, Pío XII respecto a Pío XI, o Ratzinger respecto a Wojtyla). Más recientemente se opta por analizar los «kingmakers», los hacedores de reyes, aquellos cardenales con mayor predicamento entre sus pares.
Con Francisco hay quinielas desde hace cinco años y casi todos los papables que ahora se manejan actuarán como «kingmakers». El resto es impredecible y precisará de ulteriores análisis.
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