El Papa Francisco en la audiencia general de este miércoles. / EP
Ya todo está. Los miles de reflejos
que entre los dos crepúsculos del día
tu rostro fue dejando en los espejos
y los que irá dejando todavía.
(J.L. Borges. “Everness”)
Es demasiado tentador asociar la muerte del Papa Francisco con la Pascua de Resurrección, como si su espíritu hubiera esperado, a trancas y barrancas, sin más voz que la que quedaba en su mirada, a la seguridad de encontrar el Mejor compañero de viaje. No sé, pero desde mi benévolo ateísmo creo que es una casualidad. Y que, en todo caso, es más significativo que sus últimas palabras públicas –con oratoria asistida- fueran para mostrar compasión, misericordia y justicia para los emigrantes: si todos los católicos con mando en plaza le hicieran caso, el mundo florecería mañana más elevado, más santo, mejor, simplemente más humano. Pero este es el problema de los Papas, que según qué mensajes, hay montones de católicos que prefieren hacer interpretaciones oscuras. Pero para otros, confirmadores de privilegios y de una vida segura en conserva, sí creen que deben seguirse al pie de la letra y más allá.
A mí me gustaba el Papa Francisco porque acortó considerablemente el espacio entre lo que decía y el margen de interpretación para los católicos que se pasan la vida entregados a la nostalgia de un pasado de creencia visceral e integral; propio del siglo XIV, más o menos. Y hay muchos. Tantos que alguno deseaba la muerte de Francisco. Piadosa manera de mostrar la fe, la esperanza y la caridad. Pero dejemos esto porque, estoy seguro, ahora rezan sin parar con sonrisas detrás de la boca y el pecho dolorido de tanto golpe.
Me gustaba el Papa, pero no siempre fue así. Al principio, durante años, me molestaba sobremanera que estuviera rodeado de turiferarios empeñados en explicar que lo que hacía o decía era un “gesto”. Porque la gestualidad tiene un límite. Porque la gestualidad no es lo mismo que la riqueza simbólica. El gesto se agota en sí mismo, como la publicidad. El símbolo perdura, abre puertas, permite transitar otros caminos. Francisco hizo muchos gestos hasta que encontró la riqueza de los símbolos, precisamente, en algunas alianzas morales y espirituales con la pobreza. Después de todo, la elección de nombre pontificio fue el primer gesto que acabó por ser simbólico. Y esa frescura que ganó con los años de reinado es lo que le granjeó infinidad de adeptos fuera y dentro de la Iglesia y de enemigos dentro de la Iglesia –y Millei-.
Al final de todo, me parece que mi simpatía, que acabó siendo grande –leía casi todos los días sus declaraciones y homilías en el resumen oficial del Vaticano-, se debe a que he encontrado en él a un gran político. Esto a algunos no les gustará. Pero bien que les gustaba cuando era Juan Pablo II, azote de izquierdistas. Por la misma razón, retrospectivamente, también me ha gustado Pablo VI, ese cristiano-demócrata que ya quisiéramos ahora para Italia. He leído hace poco a un obispo desatado criticando a Francisco porque hablaba mucho de los seres humanos y poco de Dios. Como yo no sé de teología no se me ocurre qué decir, pero me parece opinión tan vacua, tan inconsistente hasta lo cruel, que Dios se lo perdonará, seguro. Al decir eso elogiaba como casi nadie al Papa, al político integral, al que no eludía a la humanidad concreta, de sangre y carne. El político que no teme ganarse algún adversario en su trayectoria. El político, como todos, que no ha visto concluido su programa. El que se metió en laberintos de los que no supo salir, como su posición sobre la guerra de Ucrania y sobre el alcance de la culpa o el perdón a los homosexuales y lesbianas. O el que ha mostrado su impotencia regresando, otra vez, a tenues gestos, para decir, en suma, que las mujeres no pueden imaginarse iguales en la Iglesia.
Con todo y con eso, la Iglesia que deja no es la que encontró. Desde fuera de las puertas vaticanas y de mi parroquia, me atrevería a decir que trajo, sobre todo, dos cosas esenciales. La primera es la sinodalidad, palabreja que se las trae, pero que significa comunión, esto es, comunidad, esto es: el reconocimiento de que la verticalidad y el clericalismo impide una democracia que a algunos no agradará, pero que él y otros saben que es la mejor fuente de cohesión comunitaria de lo que un poco pintorescamente llaman Pueblo de Dios. La segunda es su sentido del humor: un humor presto, comprensivo del chiste, adepto a la “risa pascual” que algunos pastores provocaban desde el altar con motivo de la Resurrección. Un humor que no está impostado, que no se anunciaba: la Iglesia, al parecer, también podría ser espontánea si se pusiera a ello: el humor es paciente, es benigno; el humor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El humor no pasa nunca.
En fin, ahora nos quedan días de oraciones para algunos, de curiosidad para otros, de fascinación ante el extraordinario y lujoso despliegue artístico y gestual. Y de memes con chistes de palomas que seguro que son viejos. Y veremos a algunos purpurados retraerse, echar balones fuera, y a periodistas hacer cuentas de electores cardenalicios. Y a peregrinos y monjas mirar con un deseo ingenuo y algo torpe la chimenea de las fumatas. Y a otros, aún, gritar lo de “!Santo súbito¡”. Yo no soy quien para meterme en estas cosas, pero me da que el papel de Bergoglio, no es habitar un espacio repleto de nubes, escuchando peticiones que a veces rozan el cohecho o la prevaricación. Mejor que lo hicieran Patrimonio de la Humanidad. Ese sería su valor: quedarse por aquí, protegido por la memoria. Porque ha llegado al corazón de todas las personas de buena voluntad. Y eso, en los tiempos que corren, no tiene precio.