Han bastado tres meses para que el carácter disruptivo e imprevisible de la presidencia de Donald Trump se haya manifestado en toda su radicalidad. Las medidas adoptadas hasta la fecha son una sacudida de efectos imprevisibles en cuatro campos íntimamente relacionados: las reglas de la economía global, la relación de Estados Unidos con sus aliados tradicionales y con China, el discurrir de las guerras de Ucrania y de Gaza y la cohesión de una sociedad partida en dos como nunca lo estuvo desde el crack de Wall Street de 1929. Todo es diferente en estos cuatro campos desde que Trump llegó a la Casa Blanca el 20 de enero; han saltado por los aires las convenciones políticas más sólidas a escala mundial.
Aunque la alocada carrera proteccionista de Trump y su castigo arancelario generalizado es el dato dominante en la atmósfera enrarecida de las últimas semanas, no es el único síntoma de los riesgos que corre el orden internacional con el quehacer del presidente, cada vez menos jaleado por algunos de los tenores de las tecnofinanzas que lo circundan, ahora alarmados. Porque no solo ha activado la zozobra en las bolsas, la erosión del dólar y de la deuda estadounidense y la inestabilidad en las relaciones comerciales -de China a Canadá, de México a la Unión Europea-, sino que ha alimentado la incertidumbre a cada paso que da en otros muchos ámbitos.
Nadie es capaz hoy de hacer vaticinios sobre qué camino de salida se atisba para la invasión de Ucrania, mientras Rusia se resiste a plegarse a los designios de Trump; no hay forma de vislumbrar una salida realista y equilibrada a la matanza de Gaza, rota la tregua por Israel sin mayor reacción de Estados Unidos; proliferan las incógnitas sobre el futuro que aguarda a la OTAN y resulta aventurado en extremo hacer previsiones sobre cuál será el rumbo del presidente a medio plazo. Hasta el momento, lo único que parece haber alterado el pulso a Trump es la deriva del mercado de la deuda; el resto no parece incomodarle. No hay seguridad alguna de que mantenga la suspensión parcial de los aranceles durante los 90 días anunciados ni que modere sus exigencias a los aliados, en la confrontación con China y en la culminación de algunos de sus proyectos más desestabilizadores, como anexionarse Groenlandia.
Transmite una parte de la sociedad estadounidense, en general, y el Partido Demócrata, en particular, cierta voluntad de reaccionar ante atropellos como la violencia en la gestión de los flujos migratorios, la agresión a la autonomía universitaria (Harvard, la última víctima) y la pretensión de domeñar la independencia de los jueces y del presidente de la Reserva Federal. Pero frente a eso se impone la realidad de algunas empresas dispuestas a cancelar sus programas de protección de la diversidad y son muchas las señales de que la movilización contra Trump es por el momento un fenómeno minoritario. Todo ello a pesar de que están en juego la cultura democrática, la vigencia del derecho internacional y la protección de los derechos humanos, sobre los que se cierne la sombra ominosa de un ataque frontal de la extrema derecha a las sociedades abiertas, al comercio internacional, al multilateralismo y a las alianzas políticas distintivas de Occidente desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
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