Torres suspende su agenda pública hasta que se recupere de su operación por cáncer
Desde que la democracia tiene uso de razón me inclino siempre a favor del respeto a quienes ejercen la vida pública obligados a cumplir con aquello que haga mejor la vida de la ciudadanía.
Para que ese fuera un patrimonio civil ineludible en mi vida adulta tuvo que ocurrirme una barbarie que termino siendo sanadora. El alcalde, no elegido (antes de la democracia, en la dictadura, no había elecciones libres) le dijo al hujier que vigilaba su despacho que me echara a la calle porque él no recibía a pordioseros.
Yo había ido a pedirle una beca para seguir el bachillero. Aquella palabra, pordioseros, me ha servido a lo largo de la vida para mantener mi respeto por todo el mundo, desde los pordioseros a aquellos que, sin fijarse en la justicia que merecemos todos, creen que son mejores que la mayor parte.
Nadie es mejor que otro, en esa disciplina debe circunscribirse la democracia, en la que no está permitido, por nada del mundo, la burla del que no tiene.
Aquella enseñanza, es decir, aquel insulto organizado por un alcalde sin escrúpulos que se creía más importante que el municipio, me ha servido para toda la vida. Los alcaldes son, para mi, la explicación civil más cercana a la calle, a la vida de la calle, que hay en todas las instituciones válidas en la democracia.
Y en ese renglón está, entre otros muchos ediles, Paco Afonso, que además de alcalde de la ciudad en la que nací, fue delegado del Gobierno en Canarias y emocionante persona, dedicada a hacer que los demás estuvieran más cerca de la alegría que del abandono.
Él murió en un horrible accidente en La Gomera y ahora, como si estuviera cerca de donde quiso estar siempre, está su busto como recuerdo junto al colegio que fue de los Agustinos, en un pedestal desde el que mira, con ese rostro bondadoso con el que saludaba, al paseante tranquillo del Puerto.
La figura de Paco Afonso ha afianzado siempre mi pasión democrática y municipal, así que verle ahí, siempre que voy a mi pueblo, y recordarlo, resultan para mi un modo de revalidar mi respeto por él y por lo que democráticamente significa su figura.
Así que estos días, cuando abandona provisionalmente Ángel Víctor Torres su trabajo en el Gobierno de la Nación, me viene a la memoria aquella hermosa sombra de su pasado, de partido y de gobierno, para rendirle tributo a este hombre grancanario que en su pueblo ya fue alcalde, que en las islas ha dejado la huella de su pasión tranquila en épocas muy difíciles del archipiélago, tantas veces desolado, y que ahora, en medio de una legislatura complejísima, ha tenido que retirarse para esperar que su salud se recomponga.
Entre las últimas exigencias democráticas que ha impuesto, con el presidente que le sucedió en Canarias, Fernando Clavijo, ha estado la obligación democrática de resolver, de las mejores maneras, las más limpias, las más nobles, la crisis que sucede con la emigración africana que afronta el archipiélago.
Los dos han podido dirimir a patadas (antidemocráticas) la esencia delicada de estas circunstancias, pero a ambos los ha asistido la obligación (civil, democrática) por llegar a acuerdos que seguramente resolverán por un tiempo, ojalá que largo, un drama que sería parecido al que vivieron mis tíos y los de muchísima gente cuando hubieron de irse, en las pateras de entonces, a Venezuela, para evitar así, con el dinero que obtuvieran, aquella vida de pordioseros que obligaban a los niños y a las niñas de entonces a quedarse sin comida y sin escuela.
Ese acuerdo político que ahora está ya en vigor dice mucho de los dos, que fueron alcaldes, por cierto. Ángel Víctor Torres selló ese momento y se fue a descansar, en busca de que la ciencia venza su cáncer. Luego volverá el maestro de escuela, el profesor, el político, habiendo vencido (Víctor se llama por algo) su tiempo de mala salud. Que el Ángel de su apellido lo devuelva y que él vea, como el archipiélago, que es posible en este país, el nuestro, la alegría democrática del entendimiento. Del entendimiento y del futuro.