Queridos
amigos y amigas, hoy es Sábado Santo. Jesús descansa después de su
obra. Hoy es un día de reposo. Se me ocurre que, en cierta manera,
se asemeja mucho a la obra de la Creación, cuando Dios realizó
todas las cosas y al séptimo día descansó.
Se
paró para contemplar, para recrearse en la obra realizada. Jesús
también ha realizado una obra grande, una obra buena, una nueva
Creación, y tiene que contemplarla. Es un momento de reposo, tras el
ajetreo y plenitud de su entrega. Se puede sentir en paz, porque se
trata de una vida buena y grande, lo que ha ofrecido al Padre por el
Espíritu.
De
cierta manera, ha tenido que acabar una etapa y descansar antes del
comienzo de algo distinto. Su reposo se asemeja también al que el
pueblo de Israel estaba invitado a vivir durante el Shabbat o en el
Año Jubilar que estamos celebrando. Es la invitación a descansar
para dar sentido al trabajo. Es la invitación a parar y gozar de lo
que tenemos para no explotar más nuestra casa común, para descubrir
que la felicidad no la dan las idas y venidas constantes, buscando
siempre de algo más que hacer, en lo que ocuparse, algo que
consumir.
El
reposo de Jesús en el Sepulcro no solo es un mero tránsito tras su
obra, sino que se convierte en una invitación a descubrir el sosiego
y la contemplación como un estado de máxima vitalidad y plenitud en
la vida. Porque el reposo de Jesús es muy fecundo. Hoy es el día en
que se hace realidad lo que afirmamos en el Credo, descendió a los
infiernos. El Señor baja a los infiernos. Con esta expresión no
solo expresamos que realmente murió y que, por tanto, Jesús abrazó
la muerte con todo lo que supone y significa. Su descenso a los
infiernos, en cierta medida, es su total proceso de anonadamiento, de
descendimiento. Jesús baja hasta lo más hondo de la naturaleza
humana para redimirla y salvarla. Es el fruto de su amor más
profundo por el ser humano.
El
gran Orígenes tiene una homilía en la que expresa lo que significa
que Jesús descienda a los infiernos. Dice así, hubo un tiempo en la
tierra que tenía a todos nosotros arrodillados en las profundidades
de los infiernos. Por esto nuestro Señor no ha bajado solo a la
tierra, sino a la profundidad de la tierra, y allí nos ha encontrado
arrodillados y sentados en la sombra de la muerte. Y tirando fuera de
nosotros, nos prepara un puesto no sobre la tierra por temor a que
seamos todavía arrodillados, sino que nos prepara un puesto en el
Reino de los Cielos.
Este
padre de la Iglesia sugiere que la bajada a los infiernos no es tanto
una bajada a un lugar físico, ni siquiera al lugar de los muertos,
sino el encuentro con la humanidad que se encuentra en situación de
mayor inhumanidad. Cuando decimos que algo se convirtió en un
infierno, nos estamos refiriendo a esto, la situación que destroza y
deshumaniza. Su descenso a los infiernos es precisamente para
posibilitar que no permanezcamos arrodillados sin dignidad, sino para
permitirnos levantarnos y vivir con la dignidad que nos hace el
sentirnos hijos de Dios.
En
el fondo, eso es lo que hizo constantemente Jesús, levantar, erguir,
volver a los caminos, a los sentados y expulsados. Su descenso a los
infiernos nos muestra que su amor no conoce límites, que su
presencia nos acompaña incluso en los momentos más oscuros. El
nuevo predicador de la Casa Pontificia hace referencia también a un
pasaje del Evangelio Apócrifo de Nicodemo en el que describe
precisamente esta escena del descenso a los infiernos. En este
escrito, el autor pone en labios de uno de los muertos las siguientes
palabras para describir este momento. Cuando Jesús descendió a los
infiernos, surgió una luz como el sol. Todos fuimos iluminados y
pudimos vernos el uno al otro. Me parece también una imagen muy
gráfica de lo que supone vivir en el infierno, el lugar donde somos
incapaces de vernos, de reconocernos como personas y mucho menos como
hermanos que estamos vinculados unos con otros.
Por
eso bajar a los infiernos es precisamente la conclusión de toda la
obra de Jesús. Él ha venido para que nos reconozcamos, para que en
el amor del Padre y la fuerza del Espíritu desterremos la
indiferencia y la alegría del Reino de Amor se vaya abriendo paso
entre nosotros.
El
Sábado Santo es el día del silencio. En una sociedad saturada de
ruido y superficialidad, este silencio sonoro nos hace mucho bien.
Vivimos en una cultura que teme el silencio, que lo llena con
distracciones constantes, redes sociales, noticias efímeras,
relaciones superficiales. Pablo VI afirmaba que nosotros, los hombres
modernos, estamos demasiado extrovertidos, vivimos fuera de nuestra
casa e incluso hemos perdido la llave para volver a entrar en ella.
Al no haber silencio nos falta fomentar y cuidar algo importante de
lo que nos habla el Papa en su última encíclica, ‘Dilexit Nos’. Nos
falta un núcleo unificador que nos permita no dispersarnos, ni
quemarnos, ni angustiarnos.
Sin
embargo, aun en tantas búsquedas de interioridad como hoy se dan,
algunas fuera de nuestra tradición, en general huimos de la
interioridad, del encuentro con nosotros mismos, con nuestras
sombras, con nuestra fragilidad. El silencio del Sábado Santo nos
habla, pues, de la urgencia del silencio en nuestras vidas para el
encuentro con Dios, con los demás y con la verdad.
Pero
el Sábado Santo nos recuerda también algo que nos resulta mucho más
complejo y que nos supone un reto en nuestro camino de fe. Me refiero
al silencio de Dios. En muchas ocasiones experimentamos una especie
de abandono, nos parece que Dios no escucha y no nos responde.
Pensemos
en el silencio ante la injusticia, el sufrimiento del inocente. En
ocasiones tenemos una forma de creer en la que pensamos que, si Dios
existe, debe de hacer algo, tiene que actuar y no lo hace. Sin
embargo, este silencio de Dios, como el que sintieron los discípulos
en la barca durante la tempestad cuando él estaba dormido, no indica
su ausencia sino, por el contrario, una presencia diversa.
Nos
invita precisamente a fiarnos, a creer, a romper nuestros esquemas.
El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha
siempre, incluso en la oscuridad, del dolor, del rechazo, de la
soledad. Jesús asegura a los discípulos y a cada uno de nosotros
que Dios conoce bien nuestras necesidades, pero Él actúa, como le
vemos en la Cruz, desde la fragilidad y la debilidad, desde la
cercanía para vivir nuestro dolor unido al Suyo.
Por
último, el Sábado Santo nos permite plantearnos la muerte de Dios,
de la que hablaron los filósofos modernos. Es la ocultación que de
Dios se hace nuestro tiempo y que produce desesperanza y desolación
en nuestros contemporáneos, porque cuando ausentamos a Dios de
nuestras relaciones, el ser humano pierde las respuestas a sus
interrogantes profundos y cae en la desolación y el hastío personal
y hacia los demás. En este día la Iglesia, como María al pie de la
Cruz, guarda silencio, medita, espera.
Queridos
amigos y amigas, el Sábado Santo es un día de esperanza. Cristo ha
descendido a los infiernos para abrirnos las puertas de la vida, para
mostrarnos que el amor es más fuerte que el pecado, que la luz vence
a las tinieblas, que el silencio del Sábado Santo nos transforme,
que nos haga conscientes de nuestra necesidad de Dios, de nuestra
necesidad de silencio, de nuestra necesidad de esperanza. Que este
día nos prepare para celebrar la alegría de la Pascua, la victoria
de Cristo sobre la muerte, la promesa de la vida eterna. Feliz día.