Desde que era niño, recuerdo que cuando llegaba la fiesta del Jueves Santo, mi madre solía repetir este dicho: Tres jueves hay en el año que relucen como el sol, Jueves Santo, Corpus Cristi y el día de la Ascensión. Mi columna de hoy coincide con este día que, junto al Domingo de Ramos, nos entroniza en la Semana Santa, unas fechas muy apetecidas por la mayoría de las personas que pueden disfrutar de unas breves vacaciones. En todos los pueblos y ciudades de España se pueden ver las numerosas procesiones que salen por las calles y el fluir de tanta gente que sigue esta tradición. Hoy he querido pararme a pensar sobre esta fiesta y nuestra cultura cristiana que tanta influencia ha ejercido en occidente; nuestro país no se quedó atrás en la vivencia de esta fe. Sin necesidad de tener que demostrar aquí los rastros, las huellas y los rostros de veinte siglos de cristianismo, se puede decir que en cada casa, esquina, calle o ciudad está presente la religión de Cristo. Y en determinadas fechas, como las de esta semana, la exaltación de las cofradías, las cornetas, los tambores, las bandas de música y los pasos fervorosos de imágenes alusivas a la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, se muestran como un simbolismo que invita a la introspección.
Me parece que el proceso secularizador de los últimos cincuenta años en nuestro país, ha supuesto una enorme reducción de la práctica religiosa cristiana en lo que se refiere a la asistencia a misa, a la recepción de sacramentos y a otros actos litúrgicos propios de los templos, lo que no significa que la gente haya dejado de tener unas creencias y una fe adaptada a su propia manera de entender su relación con un Dios al que recurren y en el que se apoyan en momentos de necesidad. Esto es fácilmente comprobable en nuestra ciudad de Zaragoza, donde es habitual encontrar muchísimas personas que con frecuencia visitan la basílica del Pilar, con una variada gama de peticiones: que recupere la salud, que apruebe unas oposiciones, que consiga un trabajo, que encuentre pareja, hasta hay quien pide que gane su equipo de fútbol. Y también sé de personas que simplemente van a dar gracias por los favores recibidos y a calmar su espíritu en este mundo fragmentado, psíquicamente en declive, desesperanzado y lleno de incertidumbres.
La Semana Santa es una de las celebraciones más significativas de la cultura cristiana; este encuentro con la tradición sin haber explorado el auténtico mensaje de Jesús, me hace pensar que hay una necesidad y un atractivo espiritual, una búsqueda de la trascendencia. La religión, que también es abordada desde la antropología como ciencia del hombre, es una realidad humana evidente en todas las civilizaciones. Conforme vamos avanzando en el nivel cultural y científico y vamos dejando atrás los falsos mitos, la fe en Dios se va articulando en una coherencia de vida entre lo que se cree y lo que se practica. En el caso de la religión cristiana los valores que aporta se han universalizado de tal modo que se encuentran entretejidos en la cultura, por ejemplo: amar al prójimo como a ti mismo; perdonar a los demás porque también cada cual necesitamos ser perdonado; tratar a todos con justicia; tener la humildad de servir y ayudar a los demás; buscar la paz que consiste en reconciliarse consigo mismo y con los otros; cultivar la esperanza, como una actitud positiva mientras vivimos y con la confianza puesta en la trascendencia eterna; la verdad como el conocimiento y la sabiduría que nos hace ver en la figura de Jesús el camino la verdad y la vida; la solidaridad, ese cuidar y ayudar especialmente a los más pobres y frágiles de nuestra sociedad.
El encuentro con la tradición de la Semana Santa nos acerca a un hombre real, que sufrió la ignominia, que padeció y murió en una cruz, la ejecución más atroz e infame de aquellos tiempos. Jesús, que se hizo llamar Hijo de Dios, nos dejó el gran mensaje de salvación: el Amor. Y lo hizo con plena conciencia, con libertad y con un corazón entregado. Este es el regalo espiritual, la herencia cultural recibida, que nos convoca al diálogo, al servicio y a la transformación. Para eso hace falta mucho corazón, como he podido comprobar en la encíclica del Papa Francisco: Dilexit nos, una carta en la que se habla del amor humano y divino, una joya espiritual para nuestro tiempo convulso.
Suscríbete para seguir leyendo