«Esta divina prisión / del amor con que yo vivo / ha hecho a Dios mi cautivo, / y libre mi corazón; / y causa en mí tal pasión / ver a Dios mi prisionero, / que muero porque no muero». Estos versos de Santa Teresa de Jesús se materializan cada Jueves Santo por la noche en Murcia, cuando lo único que suena en las calles del centro de la ciudad es, paradójicamente, lo que no suena: el silencio más absoluto.
El Santísimo Cristo del Refugio clavado en el madero es el éxtasis de la doctora de la Iglesia. Antes de que los labios de sus nazarenos se sellasen, salió otro cortejo, el primero de los desfiles del Jueves Santo murciano, de la mano de la Archicofradía de la Preciosísima Sangre. ‘Los Coloraos’ ya tomaron Miércoles Santo, su día grande, la ciudad durante horas, en un desfile multitudinario y festivo; al día siguiente, en su procesión de la Soledad del Calvario, sobria como la jornada, sacan tres pasos. Y se recogen cuando sale el Señor de San Lorenzo, cuando las farolas se apagan y las almas se encienden. Cómo quema este dolor de silencio, como dice la canción.
En Jueves Santo, primer día del Triduo Pascual, se rememora qué pasó: la Cena, la última, la de ‘uno de ustedes que acaba de comer de este plato conmigo me traicionará’. En aquel evento, Jesús lavó los pies a sus apóstoles: por eso, en los templos, aún hoy en día, se recrea aquella escena. Aunque en el Jueves Santo murciano no hace falta entrar a una parroquia para orar, pues basta con salir a la calle y, con el reinado de la noche encima, mirar hacia lo alto. Y persignarse.
En 1942 se fundó la Cofradía del Santísimo Cristo del Refugio, la cual, entonces, rompió moldes en la ciudad al apostar por un tipo de procesión bastante diferente al habitual en la capital del Segura y más propio de lo que sería Castilla. Los nazarenos que van de negro fueron pioneros en solemnidad y en no repartir dulces. Ellos abrieron una veda que, tiempo después, reproducirían hermandades como el Rescate, la Salud y la Fe.
El único paso de la procesión del Silencio es un Crucificado del siglo XVI, atribuido a Jacobo Florentino, que debe su denominación a lo que fue San Lorenzo durante la Guerra Civil: un refugio. Cuando cruza el dintel de su templo (recibido por cantores y flashes, sobre un Calvario de rosas rojas como su sangre), ilumina tanto, corazones y psiques, que no hace falta más luz que la que proyecta su cuerpo extendido sobre el instrumento de tortura de los romanos. Lo portan sobre sus hombros 32 estantes, también con el rostro cubierto y la boca cerrada. Cómo duele este silencio de amor, dice la misma canción.
La ciudad se apagó y se arrodilló ante Cristo del Refugio, que cruzó el dintel de San Lorenzo para ser la única luz del Jueves Santo de Murcia. / Israel Sánchez
Huele a incienso, a velas, le cantan a su dolor con pena y recato. No hay algarabía de chiquillos detrás de estos cofrades de oscuro que se confunden con la negrura de la ciudad. Con los labios pegados desfilan todos, mudos desde que, en sus casas, se calzan la túnica, el capuz y el escapulario. Ahí empieza su voto de silencio, que acaba cuando la talla vuelve a su hogar en San Lorenzo y la ciudad intenta dormir unas horas, con los nervios de lo que se avecina: la promesa de las nueve joyas de ‘La mañana de Salzillo’.