Después de tanta lluvia, abril avanza con una explosión de luz y color. Los campos se cubrieron de verde y, entre el verde, florecillas amarillas y moradas. Por la carretera de camino a Terreros las colinas están verdes y en el horizonte las montañas lunares tienen tonos lilas. La belleza misteriosa de las colinas ondulantes al costado del mar, a menudo borrosa y gris, brilla con un derroche de color que contagia una alegría sin motivo. La isla, que suele estar pelada con el blanco de las gaviotas como única luz, está ahora cubierta de matorrales. El aire huele a tomillo. La tierra se ofrece con una belleza que se sabe fugaz, pero con la promesa de volver. Como si dijera: el mundo no tiene sentido, pero no importa, tengo estos colores y los lanzo al viento, los entrego a la lluvia. Y sientes que la libertad es el único sentido, como una piedra que de repente flotara.
Y yo en el coche, con el mar azul a la izquierda y la sierra de las Moreras a la derecha, me siento suspendido en el tiempo, abandonado en la vida, los ojos llenos de luz. Puedo sentir que nada termina, ni siquiera la hoja que se secará con el verano. Porque el paisaje no es un decorado. Es un ser vivo que llora, aúlla de placer, susurra, estalla y permanece tendido como un león dormido cuando al atardecer se va apagando, agotada la luz. Para entonces ya he llegado al final de la carretera, frente al mar. Los colores se desvanecen y no hay nada más en el mundo. Y la tierra se cubre de una melancolía acentuada por las sombras que al planear sobre los campos extraen múltiples tonalidades del verde mientras las vetas rojas de la roca se deslizan hacia el mar. Lejos de los titulares, las estridencias de los poderosos, la agitación del calendario, las expectativas, las guerras comerciales… esta extraña sensación de vacío colmado de silencio, el tiempo lento de las olas. El ruido del mundo exterior se atasca en los muros de la intimidad. Desde allí me asomo a la vida, dispuesto a recibir lo que no se espera bajo la protección de las cosas que nunca pasan, con la mezcla de candor y desencanto que deja el paso del tiempo y la pérdida de lo que fuimos, como esa forma de vivir que tienen los niños, como en un mundo paralelo, a salvo de trampas y simulacros.
Desde aquí las noticias parecen proceder de un lugar de otro mundo, en un escenario habitado por seres inanimados que hablan un lenguaje incomprensible cuyo eco rebota como en una campana de cristal. Frente a ese mundo sumido en la locura y poblado de visiones de catástrofe, la cordura inmutable del paisaje que nos recuerda el camino de la belleza, la esperanza de la renovación, el sentido profundo de las cosas vivas que cambian constantemente, el silencio hecho del susurro del mar y del viento para volver a formar palabras que hagan habitable el mundo.
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