“La mina se tragó a Mini” podría ser el titular de la crónica política de este Martes Santo, semana de Pasión para la ya extinta consejera de Industria, que entregó el cargo en la Junta sin más ayuda cirinea para cargar su cruz que los lamentos de plañidera de algunos de sus compañeros de gabinete. A Belarmina se la llevó por delante una riada de carbón extraído ilegalmente de una mina fraudulenta. La primera consecuencia política del escándalo de Degaña ya está cumplida. Consummatum est.
Parecía obvio que tras conocerse la anuencia parlamentaria a una comisión de investigación sobre el trágico accidente minero que costó cinco vidas no se podría continuar a expensas del árbol de la cruz. Dos semanas han hecho falta para tomar decisiones y escapar del ensimismamiento a los pies del sepulcro. De haberse sabido que la dimisión iba a escenificarse en plena Semana Santa hubiéramos animado a sus señorías a acudir al hemiciclo con túnicas nazarenas, cíngulos y capirotes. El presidente de la Cámara debió despedir al reo con una saeta.
Barbón volvió a convocar al oráculo horas después de la renuncia desde el parque temático de su despacho, lleno de símbolos huecos. En su discurso manido de exaltación de la autocrucificada, apeló por vez enésima a sus ancestros mineros, como si fuera menos valioso el hijo y el nieto de un pescador o el de un peón de albañil, profesiones también abnegadas y de suficiente riesgo. Y culpó del drama al maligno: o sea, a la derecha extrema y a la moderada. Reservó a Queipo y a Pumares el papel iscariote de Anás y Caifás, sin caer en la cuenta que fue él quien, durante 16 días, se lavó las manos al modo de Pilatos.
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