Murió Mario Vargas Llosa, uno de los más grandes escritores contemporáneos y referente de la literatura universal de los siglos XX y XXI, aspecto este sobre el que solo puede existir unanimidad. No escribió una mala novela y algunas de ellas –»La ciudad y los perros», «Conversación en La Catedral», «La guerra del fin del mundo» y «La fiesta del Chivo»– figuran probablemente entre las mejores de todos los tiempos. Además de sus extraordinarias memorias, «El pez en el agua», «la piel de su vida», como ha escrito acertadamente Juan Cruz.
Hay ciertas reticencias, en cambio, a reconocer en él al hombre ético comprometido moralmente con la libertad y la democracia. Provienen en muchos casos de una izquierda poco ilustrada que se autoproclama curiosamente progresista, aliada de los populismos caudillistas de América que tanto combatió Vargas Llosa y que agrupa a lo mas granado de la tiranía mundial: castristas, chavistas y compañía. Son ellos y algunos otros los que utilizan la palabra neoliberal para, en el fondo, reprocharle al indiscutible escritor el camino desde la revolución cubana y Castro hasta Margaret Thatcher. A estas alturas cuesta definir con claridad el término «neoliberalismo» al haberse convertido en lugar común para demonizar un montón de cosas que esa izquierda miope e indulgente con los redentores populistas latinoamericanos ve mal en el mundo. No cuesta tanto, en cambio, pensar, aunque sí reconocerlo por parte de algunos, en la defensa que Mario Vargas Llosa hizo de la razón moral allí donde se le reclamó. A fuer de liberal, él sí era un verdadero progresista, incluso teniendo en cuenta algún que otro desliz no ajeno al desempeño de las tantas vidas que vivió.
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