Salomé es un nombre muy bíblico, afiliado al lado maldito de las Escrituras. Imanta la voluptuosidad de los cuentos orientales y se encadena a la perversidad de una femme fatale que se burla de todos los prejuicios de la Historia. No es de extrañar que Oscar Wilde, ese arquetipo de divina decadencia, se fijara en el personaje para recrear aquella corte del rey Herodes; los crótalos y los timbales, y la morbosa luminaria de las lámparas de aceite, más ese olor a sándalo que aliviaba el acre ambiente de los fumaderos de opio, allí donde Wilde se escapaba para no asfixiarse con el puritanismo victoriano.
Salomé atrapa con el rotundo poder de las mujeres trágicas. La inmortalidad es cicatera y se aburre con el ábaco anodino de las virtudes. A ella le bastaron dos actos para perpetuarse en los prejuicios de la bilis negra: un baile y una decisión. Su danza desgobernó la testosterona de Herodes, que le concedió cualquier deseo como un genio de la lámpara. La inmortalidad quizá sea eso, la excentricidad cuando la cornucopia o el culmen de todos los dones pasan una sola vez sobre tu cabeza. Y extrañamente eliges un caballo, un plato de lentejas o la cabeza de Juan el Bautista.
A la exconsejera de Justicia e Interior de la Generalitat valenciana le viene grande el sustantivo. Sin un acopio de telurismos, creo que tu nombre marca tu impronta vital. Pero a Salomé Pradas se le ha desdibujado el mito, la corajuda insolencia de su nombre de pila. La semana pasada se derrumbó en su declaración como investigada ante la jueza de Catarroja. Con una sinceridad calculada para aliviar responsabilidades, en román paladino reconoció que no tenía ni pajolera idea del ejercicio de sus funciones; que le faltaba toda la experiencia del mundo para tomar el timón de un protocolo de emergencias, o que la activación de los avisos por sms le resultaba tan ajena como explicarle a un oso hormiguero el mecanismo de una lavadora. Esa cínica línea de defensa se culminaba repartiendo responsabilidades a sus subordinados, quienes supuestamente no tenían la competencia, pero sí la cualificación.
Hay muchos motivos de sonrojo con este victimismo de la señora Pradas. Desde la macabra frivolidad con la que se endosan las culpas hasta el reconocido afloramiento de cargos políticos cuya valía ante el estado de excepción -en el sentido amplio que configuró Carl Schmitt- los transforma en hombres o mujeres florero. Y más aún, la terrible constatación de que la trágica serendipia de la dana valenciana no descubre un episodio aislado. Está enquistada esa prelación de saldar favores y colocar meritorios afines antes que testar la solvencia de las competencias asumidas. Un baile macabro, pero ni para un chotis dan los argumentos de esta Salomé. n