El Gobierno de Pedro Sánchez ha intentado ofrecer una imagen ideal de los servicios públicos frente a los privados. Bien está felicitar, dar las gracias, encumbrar la calidad de nuestra sanidad y nuestra educación públicas. La envidia mundial, proclama. Sin embargo olvida que para demostrar el orgullo de lo público no es necesario denigrar las iniciativas privadas, hablar de «chiringuitos», de «máquinas expendedoras de títulos» o de buitres ávidos de enriquecerse a costa de la educación y la salud de los ciudadanos.
La dicotomía entre público y privado presenta ambas iniciativas como excluyentes, como si fueran incompatibles. Es tan falsa la disyuntiva que el propio jefe del Gobierno se formó en centros privados –incluidas estancias en Irlanda–. Sin embargo, el jefe de la oposición, del que se espera una defensa a ultranza de lo privado, llevó a cabo sus estudios en centros públicos. Sólo faltaba que cada uno no pudiese estudiar o recibir atención médica donde quiera o donde pueda.
Asistimos a una ceremonia de la confusión interesada. Lo razonable es que el Estado garantice los derechos básicos universales, como lo son la sanidad y la educación, sobre todo a quien no pueda pagarlos. Pero eso no anula el derecho a la libre elección de centro médico o educativo.
Es más, los millones de alumnos que acuden a la privada, los millones de enfermos que acuden a las sociedades médicas, le están ahorrando al Estado un dineral que, de otra forma, tendría que aportar para poder ofrecer esos servicios universales a toda la población. ¿Serían la sanidad o la educación públicas capaces de absorber a todos los estudiantes y pacientes que ahora atienden las privadas? Ahí tenemos el ejemplo de MUFACE –el 67 por ciento de los funcionarios opta por la sanidad privada– y el colapso que provocaría si la sanidad pública tuviera que asumir a todos los mutualistas.
Flaco favor hace el Gobierno al poner en duda la profesionalidad de las personas formadas en universidades privadas. El pasado fin de semana, la vicepresidenta María Jesús Montero llegó a afirmar que en las universidades privadas –»una amenaza para la clase trabajadora»– se pueden comprar títulos, y puso en duda que los médicos y profesores formados en ellas cumplan con los estándares mínimos para ejercer su profesión.
No alcanzo a comprender las razones que motivan esta campaña lanzada, precisamente ahora, por el Gobierno. ¿Trata el Ejecutivo de crear un debate artificial en la opinión pública? No sería la primera vez que lo hace. ¿Está ocultando graves deficiencias en las universidades públicas, incapaces en muchos casos de competir con las privadas? En la calle, lo que se ven son mareas blancas y verdes, indignadas con las políticas sanitarias y educativas de las autonomías del PP o de las ministras del ramo, según quien informe de las protestas.
El Gobierno está provocando un nuevo motivo de enfrentamiento entre los ciudadanos. Parece gobernar solo para quienes le votan. Se ha olvidado de que, una vez al cargo del país, su deber es gobernar para todos, los fieles y los críticos, los que han estudiado en centros privados y los que han estudiado en centros públicos, los que acuden al ambulatorio público y los que recurren a Houston, los que hacen el bachiller en el IES del barrio o los que se van a una «high school» de California.
Con la simpleza de los gobernantes autoritarios –quienes no están conmigo están contra mí–, el presidente intenta dividir el país entre ricos y pobres, entre pijos y progres, entre «cayetanos» y «radical chics», entre «fachas» y la «izquierda Loewe», que es como se conocía en la Transición a quienes ahora nos gobiernan.
La campaña ha coincidido con las gestiones de tres universidades privadas para instalarse en Asturias. La pretensión había sido sorprendentemente bien recibida, teniendo en cuenta que el Principado es una comunidad socialista, en la que lo público goza de un arraigo fuera de lo común. Pero ha sido empezar la agresiva campaña de Moncloa y elevar el tono de las reticencias, tanto del Gobierno de Barbón como de la propia Universidad pública.
Ignacio García-Arango y Avelino Acero Díaz, presidente y vicepresidente de la Fundación Foro Jovellanos, sintetizaban la falsa polémica a la perfección en estas mismas páginas: «las universidades se dividen entre buenas y malas, no en públicas y privadas». Establecer un muro más entre lo público y lo privado es crear una barrera artificial entre instituciones que, al tener un mismo fin, deberían sumar fuerzas y no ser objeto de confrontaciones estériles.
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