El 10 de abril de 1925, mientras Francis Scott Fitzgerald y su esposa Zelda, la madre de todas las flappers, pasaban una regalada temporada en Capri, la editorial Scribner’s de Nueva York publicó en Estados Unidos El gran Gatsby. La historia del millonario hecho a sí mismo Jay Gatsby, obra maestra de su torturado autor y considerada mayoritariamente como la novela norteamericana más importante del siglo XX, es el más afinado retrato literario del espíritu de su época y del clima social y moral de Estados Unidos después de la Primera Guerra Mundial. Un país definitivamente investido como superpotencia mundial, subido a la ola de una prosperidad aparentemente sin límites, pero que sometido al ojo clínico y amargo de Fitzgerald ya mostraba las grietas que reventarían con el crac del 29.
Este jueves, el edificio Thomas Jefferson, sede histórica de la Biblioteca del Congreso en la colina del Capitolio de Washington DC, acogerá una lectura pública y continuada de El gran Gatsby para celebrar su centenario. La obra de Fitzgerald pasó a dominio público en 2021, pero algunos de los ejemplares de su primera edición alcanzan hoy una cotización de seis cifras. Por el que el matrimonio Fitzgerald dedicó a la hermana y al cuñado de Zelda, una librería de viejo de Palm Beach pide cerca de un millón de dólares. Tiene gracia que el ejemplar más caro de El gran Gatsby se encuentre a tres kilómetros y medio, menos de diez minutos en coche, de Mar-A-Lago, el opulento resort de Donald Trump que parece un monumento a la memoria ficticia de Gatsby y a los excesos de la alegre era del jazz.
Lo que va de Jay a Donald
Resulta inquietante y significativo que a la vista de los acontecimientos, del fulgurante presente continuo de la segunda venida de Trump, El gran Gatsby resulte tan vigente. Esta nueva era que trae de vuelta el culto desacomplejado al éxito y el dinero y la exhibición del espectáculo y la mentira como herramientas políticas. Fitzgerald no solo retrató con belleza y precisión la atmósfera decadente de los años veinte, sino alguno de los mecanismos que todavía definen la cultura y la sociedad estadounidenses. En muchos sentidos, la Norteamérica de Trump, sus torres y mansiones doradas decoradas con bibelots dorados, demuestran que Estados Unidos y la civilización occidental a la que ha dado forma desde hace un siglo sigue obsesionada con el brillo, confundiendo precio y valor, éxito con triunfo.
Jay Gatsby, un millonario hecho a sí mismo cuya fortuna proviene de actividades de dudosa legalidad, vive en una mansión extravagante en West Egg, Long Island, donde organiza fiestas fastuosas con el objetivo de recuperar a Daisy Buchanan, el amor perdido de su juventud. Gatsby quiere a Daisy, pero sobre todo desea la respetabilidad social que su apellido representa. Pero la élite a la que ella pertenece, encarnada por su marido, Tom Buchanan, y sus semejantes, no le acepta. Para ellos, Gatsby es un advenedizo. Su fortuna no le legitima. Esa tensión entre riqueza material y capital simbólico que sigue plenamente vigente.
Tom Buchanan, el antagonista de la novela, representa el poder conservador que desprecia pero a la vez teme al advenedizo. Él y Daisy son destructivos e impunes, dañan a otros y se refugian tras su dinero. En la política contemporánea, hay muchas figuras similares: poderosas, irresponsables, inmunes a las consecuencias. Fitzgerald escribe: «Eran gente descuidada, Tom y Daisy: destruían cosas y criaturas, y luego se retiraban a su dinero o su enorme indiferencia». La impunidad de los poderosos sigue siendo una de las más lacerantes realidades de nuestra sociedad.
El reinado de la apariencia
Donald Trump también se presentó como un outsider, un millonario que hablaba el lenguaje crudo, franco e inteligible de la calle y los negocios, aunque su riqueza fuera heredada y su mensaje profundamente elitista. También como Gatsby, Trump entendió que en Estados Unidos las apariencias lo son todo. Su fortuna, su apellido, sus torres doradas y su reality show fueron parte de una narrativa cuidadosamente construida: la del triunfador que todo lo puede. Pero detrás del brillo y de su retórica inexpugnable que nunca admite una derrota están sus múltiples bancarrotas, los escándalos legales que casi le cuestan la libertad y la segunda carrera a la Casa Blanca y las mentiras flagrantes y continuadas. Como en el caso de Gatsby, en la galaxia Trump el espectáculo lo es todo: las apariencias reemplazan a la verdad y la ficción es más útil que los hechos. Y en la era digital esa estrategia de autopromoción se ha convertido en norma. ¿Cuántos influencers, políticos y empresarios siguen ese manual no escrito de conducta?
Tanto Gatsby como Trump comparten un mismo credo: si lo aparentas lo suficiente, tal vez se convierta en verdad. Fitzgerald lo resumió en una frase demoledora: «No puedes repetir el pasado. —¿No puedes? Claro que puedes». Esa obsesión con volver a un pasado idealizado resuena en el eslogan trumpista «Make America Great Again«. Como Gatsby, Trump promete una utopía basada en una versión distorsionada del pasado. El pasado como mito, como consuelo y como arma política. Pero el pasado, como Daisy Buchanan, no puede ser poseído sin consecuencias. El precio de esta ilusión suele ser el colapso moral. La música de fondo, como el jazz de las fiestas de Gatsby, puede sonar bien, pero si se escucha con atención revela una profunda melancolía.
El sueño americano que acaba en pesadilla
Nick Carraway, narrador y testigo impertinente, comienza la novela fascinado por Gatsby y el mundo que lo rodea, pero termina hastiado y desencantado. Carraway es como el ciudadano común que observa, que duda, que a veces se deja arrastrar, pero que al final es consciente del vacío moral que se esconde detrás del oropel. Su evolución es la del lector: el viaje de la ingenuidad al escepticismo. Carraway también es símbolo de una prensa que se debate entre la fascinación y la denuncia, que se aproxima al poder con cautela y que a veces se ve superada por el cinismo del sistema.
Pero el final de Gatsby es un recordatorio brutal: el sueño americano puede destruir y acabar en pesadilla. Gatsby muere solo, traicionado y olvidado por aquellos cuya aprobación anhelaba. En cierto modo, además del tópico clásico de la vanitas, es otra advertencia vigente para todos: el éxito sin principios, la riqueza sin propósito, la nostalgia sin memoria, acaban vaciando de sentido lo que alguna vez tuvo valor. Incluso el desierto funeral de Gatsby es un símbolo. Las multitudes que llenaban sus fiestas han desaparecido.
En un mundo donde los líderes se eligen por su capacidad de generar titulares, donde la viralidad importa más que la veracidad, donde la política se mezcla con el entretenimiento, El gran Gatsby es una lectura necesaria. Este centenario es una ocasión de oro para releer un clásico pero también para mirarnos al espejo. ¿A cuántos Gatsby hemos aplaudido y aplaudimos, sabiendo que su grandeza efímera está construida sobre mentiras, prefiriendo mirar para otro lado e ignorar la realidad de la que somos testigos? Un siglo después, y con la segunda Administración Trump en un apogeo de capricho y sinsentido, El gran Gatsby nos interpela de nuevas maneras. Aunque ahora West Egg esté Palm Beach.