Jim Clark, el escocés volador

El 7 de abril de 1968 el automovilismo recibió uno de esos golpes difíciles de asumir. En el viejo y peligroso Hockenheim, bajo una ligera lluvia, Jim Clark había sufrido un accidente mortal tras perder el control de su coche en uno de los tramos más rápidos del recorrido. “Si eso le sucede a Jim, ¿qué esperanza podemos tener los demás?” dijo tras conocer la noticia Chris Amonn, uno de los pilotos de Ferrari. Clark era el mejor del mundo, el hombre que ya tenía dos mundiales en el bolsillo, un ídolo amable al que respetaban y admiraban sus rivales. Era el tiempo de los “pilotos caballeros”, gente con un aura especial. Entre ellos Clark era el mejor, el más elegante, el rey de aquel proceso de cambio en el que la Fórmula Uno evolucionó de los viejos diseños a coches distintos en aspecto, en prestaciones y que atrajeron más patrocinadores y dinero. Por eso su desaparición generó una enorme conmoción. El mundo de la velocidad estaba acostumbrado a perder a grandes pilotos, a los mejores muchas veces, pero Clark era mucho más que eso en aquel momento.

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