El 7 de abril de 1968 el automovilismo recibió uno de esos golpes difíciles de asumir. En el viejo y peligroso Hockenheim, bajo una ligera lluvia, Jim Clark había sufrido un accidente mortal tras perder el control de su coche en uno de los tramos más rápidos del recorrido. “Si eso le sucede a Jim, ¿qué esperanza podemos tener los demás?” dijo tras conocer la noticia Chris Amonn, uno de los pilotos de Ferrari. Clark era el mejor del mundo, el hombre que ya tenía dos mundiales en el bolsillo, un ídolo amable al que respetaban y admiraban sus rivales. Era el tiempo de los “pilotos caballeros”, gente con un aura especial. Entre ellos Clark era el mejor, el más elegante, el rey de aquel proceso de cambio en el que la Fórmula Uno evolucionó de los viejos diseños a coches distintos en aspecto, en prestaciones y que atrajeron más patrocinadores y dinero. Por eso su desaparición generó una enorme conmoción. El mundo de la velocidad estaba acostumbrado a perder a grandes pilotos, a los mejores muchas veces, pero Clark era mucho más que eso en aquel momento.
Clark estaba destinado a hacerse cargo de la granja familiar en Escocia donde había nacido. Era el pequeño y único varón de cinco hermanos y su padre gruñía cada vez que su hijo le hablaba de su pasión por la velocidad y por los coches. No tuvo otro remedio que comenzar a competir casi a escondidas con la ayuda de un amigo. Pronto la resistencia familiar fue menguando y el joven Jim pudo asomarse a más competiciones donde no tardó en demostrar que tenía unas manos prodigiosas. No era un experto en mecánica como muchos otros pilotos, algo que no le inquietaba. En 1958, con veintidós años, ganó casi una veintena de pruebas locales y nacionales formando parte de una modesta escudería escocesa. El 26 de diciembre de ese mismo año, en el famoso Boxing Day que también se aplica en otros deportes y no solo en el fútbol, acudió a Brands Hatch a una prueba de GT en la que finalizó segundo. La carrera la ganó Colin Champman que se quedó impresionado con el potencial de aquel joven muchacho y anotó su nombre de cara al futuro. Champman, un ingeniero civil que había sido piloto de la Royal Air Force, era el fundador de Lotus y su talento como piloto y diseñador acabaría llevando a la Fórmula Uno revolucionarias innovaciones técnicas que saltarían con el tiempo a los coches de carretera. Aquella tarde en Brands Hatch tuvo claro que en el futuro querría a Jim Clark a su lado. Solo dos años después lo incorporó a su escudería con la idea de que en muy poco tiempo compitiera en el Mundial. Se fogueó un tiempo en una fórmula de promoción y en 1960 hizo su estreno en el “gran circo”. Los primeros fueron años de aprendizaje y de lecciones dolorosas como el accidente en el que se vio envuelto en la primera vuelta del Gran Premio de Italia en Monza. Se tocó con el alemán Wolfgang von Trips, cuyo Ferrari voló hacia un terraplén, falleciendo el piloto germano y otros catorce espectadores en uno de los accidentes más graves de la historia del Mundial.
En su tercera temporada en el Mundial llegó la primera victoria, en el circuito belga de Spa. Arrancó aquel día desde la duodécima posición, pero sus manos y la eficiencia del nuevo diseño de Champman fueron imparables para el resto. Clark se veía peleando ese año por el título pero los cuatro abandonos (en solo nueve carreras) fueron un lastre para sus aspiraciones. Solo alcanzó a ser segundo tras Graham Hill. Estaba algo abatido, pero Champman, consciente de que a su diseño le faltaba un punto de fiabilidad, le calmaba: “No tardaremos en ser campeones, el coche dejará de dar problemas y serás imparable”.
Sus palabras fueron proféticas. En la temporada siguiente, con el Lotus-25 verde y amarillo, uno de los grandes iconos de la historia de automovilismo, Jim Clark se convirtió en campeón del mundo tras ganar siete de las diez carreras programadas en el calendario. Tardarían décadas en llegar otro piloto que fuese capaz de apuntarse el setenta por ciento de las pruebas del Mundial. La fiesta era completa porque al tiempo Lotus consiguió el primero de sus títulos de constructores. Clark se transformó en una celebridad y solo meses después de ser campeón del mundo fue distinguido con el título de Oficial de la Orden del Imperio Británico.
Clark conquistaría el Mundial de nuevo en 1965 tras ofrecer un verdadero recital (seis carreras ganadas de diez) y redondeó la temporada con su visita a Indianápolis donde conquistó las 500 Millas. Nadie antes había sido capaz de ganar esa prueba y el Mundial de fórmula uno al mismo tiempo. Era la primera vez que lo hacía un coche con un motor trasero y también el primer europeo que se llevaba la competición a los mandos de un coche no estadounidense. Otro día de gloria para él y para Champman que no dejaba de bendecir aquel día de Navidad en el que ambos coincidieron por primera vez en una carrera. Sabía que sus diseños eran buenos, pero también era conscientes de que solo Clark era capaz de exprimirlos al máximo, aunque a veces su pasión al volante provocase alguna avería innecesaria.
Las dos temporadas siguientes tuvo problemas por culpa de la falta de fiabilidad de los Lotus. Eran tiempos de cambio en la reglamentación, la evolución iba cada vez más rápido, y costaba adaptar los monoplazas a las nuevas exigencias. En el comienzo de la temporada de 1968 ya parecía en condiciones de volver a pelear por el Mundial. En la primera carrera del año se impuso en Sudáfrica en el circuito de Kyalami. Era su victoria número 25 y adelantaba a José Manuel Fangio como el piloto con más triunfos en la historia de la Fórmula Uno. Ya no habría más.
El 7 de abril tenía en su agenda dos carreras y en el último momento decidió que lo mejor era ir a Hockenheim al estreno del Europeo de Fórmula 2. No estaba contento con el coche y antes de la salida le dijo a su mecánico: “No esperéis mucho de mí esta tarde. Limitaros a decirme cuántas vueltas faltan y en qué posición estoy”. Fue lo último que dijo en vida. En la quinta vuelta, en uno de los tramos más veloces del circuito, el coche perdió el control y se fue contra una zona de árboles provocando un accidente brutal que partió el monoplaza en varios pedazos. Jim Clark falleció en el acto. Nunca estuvieron claras las causas del accidente, aunque se supone que fue un problema en los neumáticos traseros que perdieron demasiada presión en ese momento.
En el viejo Hockenheim, un abatido Graham Hill, que había comenzado a correr en Lotus junto a Clark, tuvo la dolorosa tarea de reconocer el cuerpo de su malogrado compañero. Al día siguiente, el féretro con los restos de Clark fue trasladado vía aérea desde Frankfurt a Inglaterra y, un absolutamente devastado Colin Chapman –que no estuvo en Alemania en aquella maldita carrera–, no se separó un segundo de él.
El funeral se realizó el miércoles 10 de abril en la pequeña parroquia de Chirnside, cerca de la ciudad natal de Clark. Fue una muestra de dolor y reconocimiento como pocas veces se ha visto. Toda la parrilla del Mundial lo despidió y junto a ellos miles de aficionados que sentían que “el escocés volador” era parte de su vida. “No habrá otro como él” dijo Champman a la salida de los oficios, el hombre que ganaría siete mundiales de constructores antes de que un infarto acabase con él a los 54 años. Hoy habrá flores frescas en los monumentos que le dedicaron en Hockenheim y en su Kilmany natal.
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