El expresidente de la Generalitat, Eduardo Zaplana. / Manuel Bruque / EFE
Lo ha dicho esta semana el presidente de CEV, Salvador Navarro, y estoy completamente de acuerdo con él: tenemos un problema reputacional de primer grado en la Comunidad Valenciana. Yo añadiría que el de la provincia de Alicante es aún peor, porque suma a ello que los dos presidentes alicantinos de la Generalitat en cuarenta y tres años, sean Zaplana y Mazón. Como para hacérnoslo mirar: dos de dos, qué puntería.
La reputación, la buena, es la principal cualidad de cualquier ser humano, instrumento, organización o empresa. La buena fama es ese intangible que ayuda a crecer los negocios o pone en posición de salida a individuos o colectivos. Es tan antigua la búsqueda de la reputación como la sociedad y ya se ocupan los poderosos de reescribir su historia y mancillar la del vecino. Ramsés II se inventó, en una pared del templo de Abu Simbel, la batalla de Quadesh en la que, según su relato, masacró a los hititas (parece que empataron). Los holandeses y los ingleses acabaron con la reputación del imperio español apañando una leyenda negra, tan bien vendida como falsa de toda falsedad. La mala reputación provoca que España sea, para muchos, el país en el que la inquisición quemó brujas por doquier, cuando de verdad ardieron bosques enteros con sus respectivas hechiceras en Europa central. No levantamos la voz, pero así es España, donde apodaron a José Bonaparte, «Pepe Botella», siendo abstemio acérrimo. Pobre José I, que encima como rey daba mil patadas a la sabandija de Fernando VII.
Lamentablemente, en una época la Comunidad Valenciana dejó de ser el «Levante feliz» para convertirse en un ejemplo de corrupción galopante, que se infiltraba por cualquier resquicio y hacía ricos a los «amiguitos del alma». Es verdad que éste ha sido un mal endémico español, pero no se sabe por qué nosotros nos quedamos con el sambenito. A lo mejor algo de envidia también hay.
Bueno, tengo una teoría tan mala o tan buena como cualquiera: en otras partes la corrupción ha sido un hecho vergonzante, aquí se ha alardeado de ello, sin complejos. El magnífico relato de Chirbes y la no menos espléndida serie, Crematorio, alumbraban la crónica del envilecimiento de una parte de la sociedad al lado de casa, con protagonistas que, los que estamos metidos en estos jaleos, conocemos perfectamente.
En casi ninguna parte han pagado sus culpas los malvados, hay una manga muy ancha para los delitos de americana y corbata, pero aquí es aún mayor. Se han ido de rositas la mayoría, y a los pocos que pescaron con la pistola humeante salieron relativamente bien parados. De hecho, entre dilaciones, recursos, excusas y pretextos no recuerdo a muchos que hayan dado con los huesos en la cárcel. Zaplana, condenado en primera instancia aún anda pendiente de recursos. Y lo que te rondaré, morena.
Pero, claro, aunque no sean condenados por falta de pruebas, abogados de campanillas, jueces superados por los plazos de prescripción o incluso la muerte de los acusados, que de todo hay, eso no quiere decir que el delito quede impune ni que las conversaciones que todos conocemos no se hayan producido. Eso sí, la culpa se reparte entre todos. No es que Fulanito sea un corrupto o un incompetente, es que todos los alicantinos o valencianos lo somos. Por acción o por omisión que dice la Biblia.
La reputación de la Comunidad Valenciana está francamente mal, aunque peor que nunca sería mucho decir. Suele haber una oleada de cariño y solidaridad con las zonas afectadas cuando se produce una tragedia, pero en este caso el efecto rebote hace que se hable mucho más de la estrategia de Mazón para salvar su culo que de las víctimas, que somos todos, por cierto. Por si no se han enterado, estamos en el mismo saco y si no, miren esos presupuestos tan formidables que ha presentado Abascal, perdón, Mazón.
Los tópicos generalizan el concepto que los demás tienen de nosotros y, sin comerlo ni beberlo nos hemos convertido en la primera autonomía donde gobierna sin complejos la ultraderecha y en la que su presidente no se atreve a salir a la calle. Abrimos telediarios con esos temas y, aunque no lo parezca, eso influye mucho en potenciales inversores y hasta en visitantes. Una autonomía bien posicionada es un valor en sí misma, una que tenga mala reputación lucha con demasiados inconvenientes. Deberíamos ser capaces de poner pie en pared y dar ejemplo de intolerancia, de que ya está bien de que nos juzguen a todos por los intereses o las acciones de quienes dicen representarnos. De buscar la buena fama.
No puedo dejar de escribir sin mencionar a quien fuera mi compañero en la columna de la izquierda (no la ideológica, sino la espacial): Rafael Simón. Me ayudó mucho en una etapa complicada de mi vida y sus consejos fueron oro molido, pero, además, aparentaba serenidad en un mundo turbulento. Siendo muy duro en sus planteamientos era también la elegancia personalizada y, como abogado y como persona, un tipo estupendo y nada convencional. Nos deja huérfanos a muchos y con un montón de charlas pendientes. Me hubiera gustado conocerlo más a fondo, no ha podido ser.