La situación geopolítica mundial está en plena transformación debido a los cambios previsibles en las alianzas que comienzan a gestarse. Actualmente, el escenario está dominado por un trío compuesto por Estados Unidos, China y Rusia, cuyos vínculos generan tensiones constantes. A Estados Unidos le preocupa el acercamiento entre China y Rusia y, aprovechando la guerra en Ucrania, busca reconfigurar sus alianzas. No he incluido a Europa en esta estrategia porque, aparentemente, nuestro principal aliado, Estados Unidos, parece que ya nos ha dejado en el camino.
Pues bien, en toda esta operación de saber quién es quién, nosotros hemos quedado como el hermano pobre, llevábamos demasiado tiempo a expensas de los Estados Unidos, confiando en la OTAN para nuestra seguridad. Sabíamos que, en caso de necesidad bélica, contaríamos con el respaldo de nuestro hermano mayor, cuyo presupuesto en defensa asciende a 842.000 millones de dólares anuales. Es cierto que, cuando era necesario entrar en conflicto, Europa y la ONU aportaban la legitimidad y la ética necesarias para justificar la intervención bajo el principio de justicia. Sin embargo, visto en retrospectiva, quizás vivíamos en una ficción.
Planteado el momento, hagamos un punto de reflexión y considero que sería bueno que lo iniciásemos con un espíritu que afirme con rotundidad, que siendo como somos todos, una especie, carece de toda lógica racional que nuestra principal preocupación sea estar preparado para hacer la guerra. Imaginemos por un momento lo que supondría destinar el gasto militar mundial a cuestiones sociales; sin duda, viviríamos en una sociedad más justa y solidaria. Sin embargo, hay un obstáculo que impide este cambio: la falacia de las fronteras. Desde sus orígenes, han sido un obstáculo para nuestra evolución como especie. Las hemos cubierto de un sentido patriótico que, aunque parece que a la gran mayoría nos sirve de algo, si lo pensamos bien, es nuestra mayor mentira, el engaño más mayúsculo.
Sin fronteras, las guerras serían imposibles. Podría haber conflictos entre individuos, pero no nos mataríamos por líneas imaginarias que solo sirven como excusa para que algunos ejerzan un poder perverso. Sin embargo, este es el mundo en el que vivimos y difícilmente podremos cambiarlo. Por ello, debemos buscar la forma de avanzar hacia una integración de intereses comunes, al menos dentro de la Unión Europea.
Dado que no es posible prescindir de las armas y es imprescindible estar preparados para defender el proyecto político nacido con el Tratado de París de 1951, es fundamental que Europa no delegue su defensa en aliados inconsistentes con sus compromisos. La creación de un ejército propio debe ser una prioridad. Sin embargo, la verdadera fortaleza radica en la unión política. Es hora de que los países miembros renuncien al statu quo y comprendan que el futuro pasa por la conformación de un solo Estado, en el que las competencias sean gestionadas de manera unificada.
La Unión Europea, que sigue abierta a nuevos miembros, cuenta actualmente con 450 millones de habitantes y un PIB de 16,6 billones de euros. Si logramos constituirnos como un solo Estado, con intereses políticos comunes y una defensa unificada, no hay duda de que obtendremos el respeto de todas las naciones del mundo. Aunque debo admitir que me parece una gran tristeza que debamos mostrar músculo antes que cerebro para garantizar la seguridad de los que conformamos la Unión Europea, esto me hace pensar que, sin duda, lo único en lo que nos hemos hecho más fuertes las personas que habitamos el mundo es, precisamente, la capacidad de infundir miedo al resto. Parece que no significa nada para nosotros algo tan sustancial para una vida como la convivencia del conjunto, el respeto a las ideas, la solidaridad permanente y, como fundamento, lo que no se está demostrando hoy, la razón a través del pensamiento como única forma de hacerse entender.
En la actualidad, potencias como Estados Unidos o Rusia apenas nos consideran en sus planes de futuro, lo que nos deja en una posición de vulnerabilidad e incertidumbre. Dejemos de ser patriotas de aldea, de aferrarnos a fronteras obsoletas que no nos llevan a ninguna parte. Europa debe unirse de manera definitiva y, gracias a su experiencia, cultura e historia, asumir el liderazgo en la construcción del futuro de la humanidad, que hoy está en peligro.