La pianista rusa Yulianna Avdeeva, durante su concierto en el Teatro Principal de Alicante. / Ángel Juste
Entre las grandes y los grandes del piano del siglo XXI, heredera de figuras legendarias como Tatiana Nikoláyeva, Alicia de Larrocha o Martha Argerich, la moscovita Yulianna Avdeeva (1985) ocupa lugar privilegiado. Su nombre saltó al estrellato tras deslumbrar y ganar el Concurso Chopin de Varsovia en 2010. Se habló y escribió entonces de su «temperamento ardiente» y de su «virtuosismo sensible», tan heredero de la mejor escuela rusa de piano, pero también de su propia naturaleza de artista y de un talento apabullante. También de sus interpretaciones «llenas de profundidad y color».
Todo esto y más lo volcó en su cuarto recital alicantino, promovido una vez más por ese escaparate de lo mejor de la escena internacional que es la Sociedad de Conciertos de Alicante. Avdeeva ha vuelto con un aquilatado «todo Chopin» cargado de identidad, autoridad y criterio. De verdad y personalidad. Un Chopin que hubieran aplaudido con tanto entusiasmo como el lunes lo hizo el público alicantino servidores del «poeta del piano» como Rubinstein, Cortot, Lipatti, Arrau, Guilels, Sokolov, nuestro Perianes y, por supuesto, el propio Chopin.
Avdeeva genera un ideal sonoro único y personal. Reconocible al instante. Las gamas dinámicas son tan inmensas como la transparencia en la que transcurren armonías, voces y modulaciones. Una claridad diamantina que invita a escuchar todo. Cada detalle es objeto de atención de la intérprete y cada pincelada reclama la atención acústica del escuchante. La claridad y variedad de registros es fruto de una técnica sofisticada que jamás se percibe forzada o impuesta. También de un legato y fraseo imbuidos de sugestión y un uso del pedal tan escueto como eficaz. En su Chopin nacido del alma y el saber, cantado con efusión y sin azúcar, todo se escucha; todo tiene sentido y razón. No hay detalle accesorio. Incluso la más leve floritura cobra relieve y presencia. El rubato, como las ramas del árbol en día de viento, jamás rompe el sólido curso métrico. Sería estúpido decir que estamos ante el Chopin ideal, pero no que es tan fabuloso y fascinante como el que más.
Chopin habita en las venas y neuronas de Yulianna. Todo fluye sin miedos ni remilgos historicistas. El Pleyel de Chopin está tan muerto como los recargados salones parisienses. Otro público, otros oídos, otros hábitats acústicos. También otros medios técnicos. En los intérpretes y en los instrumentos. Chopin, tan defensor de la contención sonora, estaría maravillado disfrutando de los colores, dinámicas, legato y registros que posibilitan el moderno gran cola Steinway -preparado con la excelencia de siempre por Javier Clemente-, y el gobierno que de estos recursos fabulosos hace Avdeeva. Ideal.
El programa era puro «Chopin en vena». Una sobredosis de sensaciones y bellezas. Desde la Polonesa-fantasía hasta la Tercera sonata, cuyo tercer movimiento elevó la temperatura emocional al séptimo cielo. En medio, la Barcarola, el Preludio opus 45 (verso suelto que la aguda Avdeeva enlazó con el Tercer scherzo, en la misma tonalidad de Do sostenido menor), el Andante spianato y Gran Polonesa (magia y pulso rítmico), y las Tres mazurcas opus 59, recreadas con chispa, soltura y ese hechizo tan chopiniano y avdeeviano que convirtió este recital en acontecimiento.
Acontecimiento en los anales plagados de estrellas de la Sociedad de Conciertos, pero también en la memoria de cada uno de los melómanos privilegiados que pudieron asistir a este recital único.
Al final, después de propina y muchos, muchísimos aplausos y bravos, cuando la artista salía del teatro, se topó con una multitud de jóvenes estudiantes de piano deseosos de hacerse una foto con ella, de que les firmara un disco o una partitura. La cola llegaba hasta la calle. Hay futuro.