Gregorio Benito junto a Morete en uno de los duelos de la UD y el Real Madrid, que siempre abarrotaban el Estadio Insular. / LP/DLP
Cualquier tiempo pasado fue mejor. Ese anhelo por lo pretérito, plasmado por Jorge Manrique y en sus ‘Coplas a su padre’, lo podríamos trasladar a la perfección al universo balompédico. Hubo una época en el que el fútbol era un espectáculo reservado sólo para quienes podían pagar una entrada y no existía la irrupción de cientos de cámaras de televisión indiscretas en busca de lo que el ojo no ve. Décadas en la que los estadios de antaño formaban parte del paisaje urbano, atrapados en el corazón de las ciudades, que cada quince días alteraban el ritmo de la vida cotidiana. Los campos de antes eran cajas de zapatos en las que reverberaba el fútbol con una atmósfera histriónica irrepetible y donde los partidos protagonizaban épicas batallas.
De los grandes exponentes del embrujo de los terrenos de juego de entonces, destaca el célebre ‘Estadio Insular’. Durante más de medio siglo, este emblemático recinto de Ciudad Jardín ofreció a los vecinos de los edificios colindantes un palco improvisado desde el que contemplar a la UD Las Palmas. Desde las plantas más altas, o incluso desde las arenas del Paseo de Chil, se divisaba casi tres cuartas partes del césped con emoción a distancia.
No fue el único. En San Sebastián, el mítico ‘Atocha’, permitía a quienes habitaban en los alrededores sentirse parte del partido sin moverse de su balcón. Las porterías encajonadas entre tribunas compactas, apenas sin espacio respecto a la línea de cal, provocaba que los jugadores notaran la presión de la afición en la nuca. Algo similar acontecía en el ‘Estadio de Vallecas’, feudo del Rayo Vallecano, con su famosa grada sin fondo que daba directamente a un edificio de viviendas, desde cuyas ventanas y terrazas algunos vecinos han podido ver los partidos gratis durante años. Fortines vallados que no sólo albergaban encuentros, sino que rezumaban historia. No eran simples estructuras frías de hormigón y hierro, sino auténticas gradas humanas que generaba un ambiente único. Pero los tiempos cambian, y con ellos, el deporte rey. Ahora, la hegemonía del negocio impone espacios de mayor capacidad, con dimensiones mastodónticas y equipados con todas las comodidades.
La modernización ha impulsado la construcción de macroestructuras más seguras, pero también más impersonales. Muchos equipos han dejado atrás aquellos recintos legendarios para dar paso a los descomunales colosos del ‘business’.
La remodelación del ‘Estadio de Gran Canaria’, y los 100 ‘kilos’ de inversión que requiere para ser sede mundialista, es el ejemplo más reciente. Eso sí, esperemos que sea para disfrutarlo en primera división porque tal y como está jugando el ‘equipillo’ será una catedral mundial de segunda.
Los que sintieron aquella liturgia pasada en la piel anhelan, con tristeza, aquellas instalaciones deportivas, que vibraban de otra manera. Lugares donde el fútbol se sentía de forma más pura y cercana.
Para quienes miran con nostalgia por el retrovisor del ayer, aquellos santuarios eran más que espacios deportivos. Con la irrupción de los nuevos gigantes multiuso y su desahucio lejos del centro, la melancolía sigue anclada en la memoria de muchos aficionados, que añoran con pesadumbre los verdaderos estadios con alma.