Gonzalo Delacámara. Experto mundial en economía de los recursos naturales, profesor de IE University y TOP100 Conferenciante de Thinking Heads.
Desde su fundación por Constantino (siglo IV), Constantinopla fue protegida por un sistema de murallas que, durante siglos, la hicieron prácticamente inexpugnable. Cada vez que un enemigo intentaba tomar la ciudad, los bizantinos reforzaban y elevaban sus murallas, añadiendo nuevos sistemas defensivos. Esto funcionó contra los ataques de los hunos, los ávaros, los rus y los árabes, entre otros. Sin embargo, la fortaleza de Constantinopla se convirtió en su mayor debilidad con la llegada de un nuevo desafío: la artillería de pólvora.
Mitigación y adaptación
El cambio climático transforma poco a poco la agenda global, pero no de manera homogénea. En la lucha contra sus impactos ciertos y aquellos que son como mínimo verosímiles, la mitigación ha logrado articular un relato poderoso y una hoja de ruta clara hasta 2050. La descarbonización de la economía, una transición energética sin precedentes y la reconfiguración del transporte de personas y mercancías han dado forma a cierto consenso, impulsado por inversiones, políticas y tecnologías en rápida evolución. Sin embargo, la adaptación al cambio climático sigue siendo un ámbito fragmentado, sin la arquitectura estratégica ni la tracción política que caracterizan a la mitigación. Esta asimetría es más que una brecha conceptual: es una amenaza tangible para la viabilidad de los esfuerzos globales. Como advierte el Sexto Informe de Evaluación (AR6) del IPCC, no existen sendas de mitigación viables sin sendas de adaptación.
El Banco Mundial sintetizó hace años esta urgencia con una metáfora elocuente: «la energía es a la mitigación lo que el agua es a la adaptación». Pero mientras que la transición energética se ha convertido en un pilar del debate económico, financiero y tecnológico global, la transformación necesaria en la gestión del agua y del territorio sigue siendo marginal en la conversación climática, de ahí que la transición esté incompleta. En la práctica, esto significa que los países han avanzado en marcos regulatorios, incentivos y modelos de negocio para la descarbonización, pero no han desarrollado estrategias de adaptación con un nivel de concreción similar. Hay mercados de créditos de carbono donde se intercambian permisos negociables de emisión, objetivos de reducción de emisiones (muchos voluntarios; en otros países, pocos vinculantes) y esquemas de financiación para la transición energética, pero hay un déficit relevante de narrativas e instrumentos para la adaptación, como si el cambio climático pudiese todavía conjugarse solo en futuro.
El problema radica en que la adaptación sigue concibiéndose como una serie de ajustes sectoriales, desde infraestructuras de defensa contra inundaciones hasta mejoras en modelos hidrológicos. Sin embargo, adaptar una sociedad a un clima cambiante no es solo construir diques más altos, siguiendo esa lógica bizantina a la que me refería al principio de este artículo: es repensar cómo gestionamos el territorio y las actividades económicas que generan presiones sobre los ecosistemas acuáticos. En otras palabras, la adaptación no se limita a hacer frente a eventos extremos, sino que requiere una transformación estructural en la forma en que concebimos y utilizamos el agua.
Agua y cambio climático
El agua es, simultáneamente, una de las principales víctimas del cambio climático y una de las variables clave para gestionar sus impactos. Cambios en los patrones de precipitación, sequías prolongadas e inundaciones recurrentes comprometen la seguridad alimentaria, la estabilidad económica y la resiliencia de los ecosistemas. Sin embargo, las respuestas institucionales han sido en su mayoría reactivas y fragmentadas. La adaptación efectiva exige un enfoque sistémico que trascienda la lógica de la infraestructura y abrace una planificación integrada del territorio, que enfatice sobre la gestión de riesgos y oportunidades y no solo de crisis.
La agricultura ilustra bien esta interdependencia. En muchas regiones del mundo, el uso del agua en la producción de alimentos es insostenible. La expansión de la frontera agrícola, el agotamiento de acuíferos y la degradación de humedales evidencian un modelo que aún no ha internalizado las restricciones impuestas por el cambio climático.
Asimismo, las ciudades enfrentan desafíos crecientes en términos de acceso y calidad del agua. La urbanización acelerada y el cambio climático están incrementando la presión sobre los sistemas de abastecimiento y saneamiento. La adaptación urbana no puede reducirse a la construcción de infraestructura gris; debe integrar soluciones basadas en la naturaleza, restauración de cuencas y modelos de gobernanza del agua que coordinen a distintos sectores y niveles de gobierno.
Transición en la gestión del agua
Es imperativo avanzar en una transición en la gestión del agua y del territorio que tenga la misma ambición y urgencia que la transición energética. Esto implica tres líneas de acción clave: primero, integrar la adaptación hídrica en las políticas económicas y climáticas globales, asegurando que los compromisos de mitigación no ignoren la dimensión territorial del problema. Segundo, desarrollar mecanismos financieros que movilicen inversión hacia soluciones de adaptación, incluyendo infraestructura verde, restauración de ecosistemas y gestión sostenible de cuencas. Y tercero, construir una narrativa sólida que sitúe la adaptación en el centro del debate climático, evitando que siga siendo percibida como una cuestión secundaria y menor. Hannah Arendt, en La condición humana (1958), mostraba que el engaño más peligroso es aquel que nos infligimos a nosotros mismos al reducir la complejidad de lo real a la comodidad de una sola perspectiva.