Activismo. Activistas. Antirracismo. Crisis climática. Discapacidad. Discriminación. Discurso de odio. Diversidad de género. Embarazada. Etnicidad. Feminismo. Género. Hombres que tienen sexo con hombres. Identidad de género. Igualdad. Injusticia. Inmigrantes. Justicia racial. Justicia social. Lactancia materna. LGTBQ. Marginalizar. Minorías. Mujeres. Multicultural. No binario. Opresión. Orientación. Pertenencia. Polarización. Polución. Pronombre. Prostituta. Raza. Racial. Racismo. Salud mental. Segregación. Sexo. Preferencias sexuales. Sexualidad. Trans. Transgénero. Transexual. Trauma. Tribal. Víctima.
Esta retahíla semántica es, en realidad, un desahogo y, al mismo tiempo, un lingüístico grito de advertencia. Se trata de una selección, una muestra significativa, ordenada alfabéticamente para facilitar su lectura, de las 200 palabras que, según The New York Times, la Administración Trump quiere prohibir, o limitar su uso, en páginas web oficiales, documentos y textos públicos.
El artículo, publicado el pasado 7 de marzo y basado en informes y directrices gubernamentales a los que ha tenido acceso el diario neoyorquino, recoge cómo las agencias federales han puesto en marcha la eliminación o modificación de ciertos términos, mientras que han recomendado precaución en el empleo de otros sin llegar a vetarlos directamente.
Esta política, basada en la cultura de la cancelación y que recuerda peligrosamente a la neolengua, uno de los pilares del régimen totalitario en la novela de Orwell 1984, ya ha comenzado a aplicarse. The New York Times ha podido documentar cambios o eliminaciones de palabras en hasta 250 páginas web del Gobierno estadounidense, aunque advierte de que el número probablemente sea mayor. Y, sin embargo, la trascendencia de la noticia ha sido relativa, escasa, en el conjunto de informaciones, y opiniones, abrumador, lo reconozco, que a diario recibe la ciudadanía.
Ya sea por mi naturaleza, entre temerosa y agorera, sin llegar al catastrofismo, o por mi doble condición, periodista y escritora, observadora de la realidad, lo revelado por el Times me condujo a un estado de alerta e hizo que me refugiara, de nuevo, en la literatura. Esa misma noche volví a abrir El mundo de ayer, el libro de Stefan Zweig. Lo leí por primera vez en marzo de 2007, hace justo 18 años. Fue el regalo de una amiga que había vivido lo suficiente como para saber que la Historia se repite siempre.
En aquella lectura dejé marcada la página 460, donde el autor, que en el Prefacio se describe como «austríaco, judío, escritor, humanista y pacifista», escribe: «El nacionalsocialismo, con su técnica del engaño sin escrúpulos, se guardaba muy mucho de mostrar el radicalismo total de sus objetivos antes de haber curtido al mundo. De modo que utilizaban sus métodos con precaución; cada vez igual: una dosis y, luego, una pequeña pausa. Una píldora y, luego, un momento de espera para comprobar si no había sido demasiado fuerte o si la conciencia mundial soportaba la dosis. Y puesto que la conciencia europea –para vergüenza e ignominia de nuestra civilización– insistía con ahínco en su desinterés, ya que aquellos actos de violencia se producían ‘al otro lado de las fronteras’, las dosis fueron haciéndose cada vez más fuertes, hasta tal punto que al final toda Europa cayó víctima de tales actos. Lo más genial de Hitler fue esa táctica suya de tantear el terreno poco a poco e ir aumentando cada vez más su presión sobre una Europa que, moral y militarmente, se debilitaba por momentos».
Los ecos del fascismo de entonces, que acabó con el suicidio de Europa, encarnado en la muerte de Zweig, se escuchan cada vez más alto estos días. Pero seguimos tragando las píldoras, poco a poco, dosis tras dosis, aguantando sin que nuestra conciencia se resienta. El mundo de ayer es el de hoy.
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