Carlos Mazón dimitió literalmente de presidente de la Comunidad Valenciana el pasado 29 de octubre, cuando decidió abandonar las obligaciones de su cargo para dedicarse a ocupaciones más placenteras. Es una apuesta frecuente de los gobernantes, pero el resultado desborda en esta ocasión la calificación de tragedia. Los números son más determinantes que cualquier discurso para calificar una situación, y aquí se resumen en 228 muertos bajo la guardia de un dirigente del PP que llama teletrabajo a su absentismo laboral. Sin necesidad de dictar sentencia, una jueza de Catarroja ha anulado en fase de instrucción las perspectivas del responsable de lo ocurrido en la esfera política.
Es innecesario enredarse penalmente para liquidar a Mazón. Basta observar que nadie se atreve a calificar ni siquiera de admisible el comportamiento del presidente valenciano en la jornada de los 228 muertos. Sin sombra de entusiasmo, los dirigentes conservadores más esforzados cifran la redención en una triunfal reconstrucción de la zona afectada, que en ningún caso subsanará las responsabilidades iniciales.
Aunque no lo parezca, el PP es una organización estatal, estatalista y sobre todo presidencial. La jerarquía suprema corresponde a Núñez Feijóo, y la sola necesidad de constatarlo ya apunta a que algo no está funcionando correctamente. La política no admite sentimientos, una crudeza que obliga a plantear qué gana el presidente del PP manteniendo a un prescindible líder regional que estorba el progreso de toda la derecha, la famosa piedra en el zapato. Como de costumbre en el dirigente gallego, amaga continuamente que la Comunidad Valenciana tendría otro presidente si de Génova dependiera. El problema es que depende de Génova, y que Feijóo no sabe (ni) echar a un Mazón condenado como mínimo por el fatalismo de una decisión catastrófica, de nuevo en todos los sentidos. El jefe de la oposición ha empeorado la gestión del 29O a cargo de los populares, imaginarlo en La Moncloa desata una lógica ansiedad.
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