El modelo político de Trump tiene todos los elementos para caracterizar un nuevo orden socioeconómico híbrido, tecno ground diríase, porque sirviéndose de las redes y los algoritmos, está al servicio de los valores enraizados; tradicionales y conservadores. Se busca volver a los años 50 del siglo pasado. Las mujeres en el hogar, los hijos díscolos pero obedientes, «Rebelde sin causa» la icónica película de James Dean, y las esencias fundacionales de los Estado Unidos: El derecho a la felicidad, una búsqueda individual que justifica la mitología de la familia y el uso de las armas para su protección.
El nuevo orden, cuestiona el establishment atentando contra la validez del pensamiento discursivo; el instrumento en que se asienta la racionalidad. Si, al menos desde la Ilustración, la credibilidad y el prestigio del pensamiento razonado, que expresa las ideas en conceptos argumentados de manera organizada y lógica, suscitaba admiración intelectual y social, y se consideraba como fuente de conocimiento para trasferir mejoras genéricas a la sociedad, de repente, con la invasión del trumpismo como agente de interpretación y de generación de la realidad, el pensamiento es sustituido por el relato y la consigna. Y el Sistema, el establishment, no solo se tambalea sino que, tras cuatro años de planificación demoledora, puede desaparecer para ser substituido por una distopía global absolutista liderada desde Estados Unidos con la complicidad subalterna de Rusia y la asociación espectadora de China.
No pienso que sea exageración afirmar, todos los artículos que leo van en el mismo sentido, que esta revolución de Trump, y de las tecnológicas, va más allá de retoques ideológicos y que va de profundis, de cambios de paradigmas esenciales. Más allá, aún, de lo que nos proponían los fascismos del siglo pasado, porque ahora se trata de alterar los valores íntimos y los procesos de formación del pensamiento y de la toma de decisiones.
El nuevo look informacional, la moda para informarse, son las redes y en ellas, como proclaman abiertamente los defensores de la motosierra, se preserva la libertad para mentir. La mentira y el engaño son un derecho que incluso el sistema judicial defiende, al no obligar al acusado a decir la verdad. Esa es una de las trampas que facilitan el deterioro y la perversión de la justicia.
Para la nueva generación de adictos a ese nuevo mundo tecnoground, culturalmente ultraconservador, el presente se mueve en el campo de las oportunidades. Se trata de buscar nichos de oportunidad. Detectar una demanda y crear el producto para abastecer ese nicho de mercado. No importa la moralidad o la ética de lo que se vende.
Y no hay mercado más preciado que el político, que tiene la capacidad de modificar y crear leyes que faciliten la expansión de las empresas y que sus propietarios, y accionistas, ganen dinero porque, a la postre, todo es una cuestión de las cuentas de resultados.
La política, con esta vuelta de tuerca trumpista, vuelve a la zona amañada del siglo XIX cuando era el instrumento principal para el desarrollo del capitalismo y la explotación laboral; y cuando la pobreza era considerada como secuelas inevitables del progreso económico.
La revolución cultural y social del siglo XX fue el derecho al sufragio universal y, en especial, el voto femenino y la igualdad legal de las personas. Pero en esta revolución ultraconservadora, de caudillajes, no se admite disparidades; se está a favor o en contra, sin mayores matices. Y tiene voluntad perseguidora: Alec Baldwin ha perdido un contrato publicitario de 86 millones de dólares tras insultar a Elon Musk.
Leía en una entrevista reciente a Edward Rubin, investigador en el Panel Internacional del Cambio Climático, premio Nobel de la Paz en 2007, que «el voto es lo más importante que tenemos para frenar el cambio climático».
De igual modo, contra los intentos de subvertir la democracia, en los países civilizados, solo tenemos el derecho al voto y que el sistema electoral permita mayor afinación para saber a quién estamos votando.