Fue hace setenta años en Alemania, con su decisiva intervención para derrotar al nazismo, donde empezó construirse el llamado siglo estadounidense, y podría ser también en Alemania donde empiece a escribirse su epitafio definitivo. Una imagen basta para resumir lo que está pasando. En su reciente visita a Múnich el vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance, no quiso reunirse con el canciller alemán Olaf Scholz. “No tenemos ninguna necesidad, no durará mucho como canciller”, dijo despectivamente uno de sus asesores. Pero al día siguiente corrió a conocer a Alice Weidel, líder de Alternativa por Alemania (AfD), el partido populista de extrema derecha al que muchos alemanes acusan de ser heredero del nazismo. El mundo al revés. En tan solo un mes de presidencia, Trump no solo ha dejado en la cuneta a los aliados más fieles de EEUU, sino que está dándole la puntilla al orden internacional que ha sustentado el dominio hegemónico de su país durante décadas.
En Alemania también quedaron claras otras cosas. Tanto durante la reunión del Grupo de Contacto para la Defensa de Ucrania en Rammstein como en la Conferencia de Seguridad de Múnich. En la primera, el secretario de Defensa, Pete Hegseth, les dijo a los europeos que EEUU ya no es “el principal garante de la seguridad de Europa” y que Washington no cuenta con ellos para negociar la paz en Ucrania. Lo que no le impidió añadir que tendrán que pagar la reconstrucción del país y mandar tropas para mantener el alto el fuego sin contar con el paraguas de protección de la OTAN. Y de ahí a Múnich, donde Vance se dedicó a dar lecciones de democracia en uno de los discursos más insultantes que se recuerdan para pedirle al continente que levante sus cortafuegos contra la extrema derecha.
“Esos tres hitos marcan un antes y un después en la relación trasatlántica hasta el punto de que ya se habla del final de esa relación”, asegura el catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense, Juan Antonio Sanahuja. “Vance puso en evidencia que para Trump es más importante su alianza con la ultraderecha y su encaje en la internacional reaccionaria que los vínculos con Europa”. Pero las réplicas del maremoto geopolítico que sacude el mundo desde el regreso del republicano a la Casa Blanca no acaban ahí. Trump tampoco ha tardado en ponerse a los pies de Vladímir Putin, como presagiaban sus detractores. Antes de incluso de romper el aislamiento ruso de los tres últimos años en la cumbre bilateral de Riad para empezar a negociar el alto el fuego en Ucrania, una reunión de la que fueron excluidos Kiev y Bruselas, la Casa Blanca dejó claro que Ucrania tendrá que ceder territorios, olvidarse de su ingreso en la OTAN y renunciar a garantías de seguridad de EEUU. Una suerte de rendición antes de empezar a hablar.
Visión imperial del mundo
“Trump y Putin comparten una visión imperial del mundo, lo que incluye una ‘paz’ imperial para Ucrania”, escribía estos días Nathalie Tocci, directora del Istituto Affari Internazionali, uno de los principales laboratorios de ideas italianos. “Es imperial porque será decidida –igual que en Yalta en 1945—por imperios sin la participación de Ucrania; y es imperial porque concede a Rusia sus ambiciones imperiales para una zona de influencia, una idea compartida por Trump”.
No se explican de otra manera las reclamaciones del republicano sobre el Canal de Panamá y su apetito por Groenlandia y Canadá, territorios del mismo Hemisferio Occidental que Washington ha considerado ‘suyo’ durante buena parte de su historia. Unas ambiciones territoriales a las que ha unido Gaza, devastada por la guerra genocida de Israel. Al ser preguntado recientemente “qué autoridad” le concede apropiarse de un “territorio soberano” como Gaza, donde quiere construir una especie de resort vacacional, Trump respondió: “la autoridad de EEUU”. Es lo que Francis Fukuyama ha definido como “el nuevo imperialismo estadounidense”.
Ninguno de esos planes podría funcionar de existir un sistema internacional sólido y efectivo. Washington lo levantó tras el final de la Segunda Guerra Mundial con ayuda de sus aliados, precisamente para blindar la soberanía de las naciones y prevenir nuevas guerras de conquista territorial. Y aunque su funcionamiento es mejorable, ese edificio institucional basado en normas comunes “le ha permitido a EEUU sostener y financiar su hegemonía a través de la supremacía del dólar”, en palabras de Sanahuja. Pero hora Trump quiere derribar lo que queda de él. “El orden global posbélico no solo ha quedado obsoleto, sino que es un arma que se utiliza contra nosotros”, dijo el mes pasado en el Congreso el secretario de Estado, Marco Rubio, dejando claras las intenciones de su Administración.
La a Casa Blanca se ha puesto manos a la obra. Ha desmantelado su agencia de cooperación internacional (USAID) y ha suspendido de cuajo toda la ayuda exterior, esencial para el funcionamiento de muchas agencias de Naciones Unidas. Ha sacado a su país de la Organización Mundial de la Salud. O ha sancionado a la Corte Penal Internacional. “Es sorprendente, pero es EEUU el que está acabando con su propio orden internacional. En estos momentos es el principal actor revisionista, por encima de China o Rusia. No está a gusto, quiere romper las reglas y ha entrado en la cocina como un elefante”, añade el catedrático de la Complutense
El mundo que está dibujando es un mundo regido por la ley del más fuerte. “Estamos entrando en un mundo en que las grandes potencias, incluido EEUU, tienen derechos especiales para decidir el destino de otros. Y también la capacidad, en algunos casos, para apoderarse de lo que quieren”, ha escrito el veterano diplomático estadounidense, Richard Hass. A Ucrania estos días, Trump no solo le ha pedido oficiosamente que se rinda. También le ha dicho que quiere que le entregue la mitad de su riqueza mineral.
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