«Los recuerdos son mentira», le dije a mi sobrina la última vez que estuve con ella. Pronuncié esa frase, taxativa, grandilocuente, con ánimo provocador, sabiendo que Carmen, así se llama, acostumbra a escuchar con atención, una capacidad que sorprende dada su edad, cinco años. Ella lo hizo, me escuchó, cerrando un poco sus grandes y preciosos ojos, frunciendo el ceño, evidenciando su extrañeza ante semejante afirmación. No era posible que yo, su «hada madrina», papel surgido de la combinación de dos creencias, la religiosa (es mi ahijada) y la literaria (como escritora, puedo cumplir todos sus sueños, para eso está mi imaginación), estuviera poniendo en cuestión dos de los pilares de su corta existencia: la verdad y la memoria.

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