En menos de un mes de su segundo mandato, Donald Trump ha conseguido enervar al mundo árabe con su propuesta de comprar Gaza y convertirla en un santuario turístico, ha irritado a Canadá con sus aranceles y su empeño en convertir al país presidido por Justin Trudeau en un estado más de la Unión… y ha dejado claro a Europa que los tiempos están cambiando con promesa de más aranceles –este mismo lunes se hicieron oficiales los del 25% sobre importaciones de hierro y acero– y la exigencia de un mayor gasto militar para los países de la OTAN.

También ha tenido sus más y sus menos con México y con Colombia, sobre todo con su presidente Gustavo Petro, ha ordenado el recorte de plantilla de numerosas agencias estatales a nivel interno y ha cumplido su promesa de campaña de rendir el país al movimiento MAGA y sus pretensiones. Si Steve Bannon dice en el New York Times o en el Wall Street Journal que hay que recortar en defensa, ahí manda Trump a Elon Musk para que encuentre partidas y funcionarios de los que deshacerse.

Trump ha jugado contra Rusia y contra Ucrania. Ha dejado claro que no piensa invertir más dinero en proteger al país de Volodimir Zelenski si no consigue sacar nada a cambio… y ha amenazado a Vladimir Putin con más sanciones económicas si no se sienta a una mesa de negociación en la que habría de aceptar sus condiciones. Todo esto, hay que insistir, en tres semanas. Se podría pensar que el escándalo que sus políticas han causado en medio mundo se reflejaría en su país, pero no está siendo precisamente así: la popularidad de Trump en Estados Unidos no solo presenta un saldo positivo de cinco puntos… sino que alcanza máximos personales históricos.


Donald Trump en la Super Bowl.

Reuters

La «normalización» del radicalismo

Y es que, aunque es normal que los presidentes recién elegidos tengan una subida en sus índices de aceptación, Trump está revirtiendo la tendencia de hace ocho años, cuando perdía cuatro puntos a estas alturas de su mandato. En total, son nueve puntos de diferencia. Seguimos hablando de unas cifras tirando a bajas -un 49%, según la media ponderada que hace el portal 538.com-, pero que son las más altas que jamás haya conseguido el multimillonario neoyorquino.

A lo largo de sus cuatro primeros años, nunca superó el 47%, ni siquiera en el “período de gracia”, y rondó el 40% durante la gran parte de su presidencia. Su sucesor (y antecesor) Joe Biden también tuvo su alza en las encuestas al llegar al 56% al poco de empezar su presidencia, pero los problemas económicos, el desastre de la retirada de Afganistán y su imagen de fragilidad junto a la polarización extrema de la sociedad estadounidense le hicieron volver a unos índices de aceptación muy similares a los de Trump. Ambos han sido los presidentes peor valorados por la ciudadanía desde Jimmy Carter en el último año de su presidencia. 

El caso es que la diferencia de este Trump con el de hace ocho años es notable y significativa. Aquel llegó a Washington como un elefante en una cacharrería y el sistema pronto se puso en su contra, un mensaje que caló entre el electorado demócrata y el liberal. Ocho años después, su discurso se ha normalizado, aunque en realidad sea más radical. Su «America First» y su «Make America Great Again» parecen haber calado en la parte más populista y nacionalista de la sociedad. Ni siquiera el apoyo de sus asesores a la extrema derecha alemana, con Elon Musk a la cabeza, le penalizan. 

En estado de shock

Lo que parece claro es que ni el centroizquierda estadounidense ni el ala liberal conservador del Partido Republicano están en condiciones ahora mismo de plantar cara al fenómeno MAGA. Igual que hace ocho años sí se organizó una especie de «resistencia», en ocasiones incluso excesiva, hacia el excéntrico multimillonario por considerarlo algo un «intruso» y tomar su victoria como una derrota de Hillary Clinton, ahora mismo las fuerzas más liberales del país se encuentran en shock.

Su segunda victoria ya no puede considerarse una casualidad ni un castigo a la vieja política. Pese a que la diferencia en el voto popular fue de dos millones y apenas un 1,5% del electorado, el triunfo de los Republicanos en el Senado y la renovación de su mayoría en la Cámara de Representantes, por exigua que fuera, dan una sensación de fortaleza que provoca más miedo que crítica. Las elecciones se plantearon como una defensa de la democracia frente a la tentación autócrata y ganó la segunda. Queda poco que argumentar.

De momento, por lo que se ve, ninguno de los votantes de Trump se ha sentido decepcionado por el arranque de su mandato. Eso era de esperar. Menos previsible era que sus detractores mostraran esta timidez. En noviembre, el 48,3% de los votantes estadounidenses lo rechazaron en las urnas. Tres meses después, solo el 44,3% desaprueba su gestión. No tiene más apoyos, pero tiene menos enemigos. 

Incluso su relación con las masas parece más fluida: este domingo asistió a la Super Bowl, el gran fenómeno mediático y social del año en Estados Unidos. Fue vitoreado por la mayoría y silbado por unos pocos. Ningún otro presidente había asistido a este partido en sus cincuenta y un años de historia. El populismo requiere de excepciones y Trump ha decidido vivir en un continuo estado de excepcionalidad. 

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