Compras por Internet / Eduardo Parra / EP
Hasta hace poco, nosotros íbamos a la tienda. Ahora es la tienda la que viene a nosotros. La tenemos en casa, a un clic del teclado del ordenador. Sin necesidad de quitarnos el pijama, podemos entrar en el comercio incrustado dentro de nuestro domicilio. En los comercios, cabría decir, pues resulta tan sencillo acceder a Zara como a Mercadona, a Dia como a El Corte Inglés. Estos establecimientos, pese a su gigantismo, caben en nuestro pequeño dormitorio o en nuestro diminuto salón o en nuestra cocina americana. Parece mentira que un pequeño ordenador o un teléfono móvil fabricado en China sea capaz de contener tales cantidades de oferta comercial. Y no hemos citado Amazon, a quien le puedes solicitar un producto fabricado en Australia si levantarte del sofá. Este debió de ser el sueño del hombre (y de la mujer, claro) de las cavernas: que la caza llegara mágicamente a la cueva sin necesidad de abandonarla. De ahí que haya que llevar cuidado con lo que se desea.
Significa que el mercado está ya en nuestras venas, en nuestro torrente sanguíneo. Y no solo el mercado. Hoy, por ejemplo, me apetece que llueva y hace sol. No importa: tengo unas gafas de realidad virtual. Me las pongo y elijo el clima que me dé la gana. Ya no he de ir a la montaña porque es la montaña la que viene a mí. Y de forma literal, no metafórica, como sugería hasta ahora el famoso refrán relacionado con Mahoma. Quedan, no obstante, héroes (y heroínas, claro) que aún van al mercado tradicional a hacer la compra, que guardan cola frente a la pescadería o la carnicería y que preguntan al dependiente (o a la dependienta, por supuesto) cómo está su hija, que la semana pasada cayó en cama con unas fiebres de origen desconocido. Gente rara que actúa en función de una lógica según la cual para hacer una trasferencia bancaria es necesario acudir al banco.
A ver si el asunto del teletrabajo se acelera y dejamos atrás también esa antigualla de desplazarnos a la oficina. Es la oficina la que debe llegar hasta nosotros sin necesidad de coger el metro o el autobús, donde las respiraciones de unos (y de unas) se mezclan con las de los otros (y la otras) exponiéndonos a coger cualquier enfermedad. Exponiéndonos, incluso, a enamorarnos.