De todas las formas en las que Melania Trump podría haberse presentado ante el mundo ha elegido la de mujer empoderada. Cabe la duda, más que razonable, de que la decisión sea suya y da qué pensar, y mucho, sobre el mensaje que encierra esa imagen.
La primera dama de los Estados Unidos no tiene poder ejecutivo, su única competencia es la de hacer de anfitriona de la Casa Blanca. Implicarse o no en causas sociales es cosa suya y responsabilidad política, por supuesto, no tiene ninguna. Sin embargo, en el retrato oficial que Régine Mahaux ha hecho de ella por el segundo mandato de su marido, Melania Trump se nos aparece como una mujer poderosa, apropiándose de su espacio en la Casa Blanca. Impecablemente vestida, con un traje de ejecutiva de Dolce & Gabbana, sin joyas, con una pose más bien masculina, rostro inexpresivo y mirada acerada, mirando directamente a la cámara y, a través de ella, al mundo. Al fondo, tras la cristalera, se vislumbra el monumento a Washington. Con esa actitud y en medio de esa escenografía, Melania Trump parece una mujer poderosa.
Pero la fotografía está tomada en el Salón Oval Amarillo, en el ala residencial de la Casa Blanca, y pone a la primera dama en el sitio que le corresponde, el que le reserva el protocolo presidencial, dedicada simplemente a los asuntos domésticos. Melania Trump es la reina, desde luego, pero la reina de su hogar, el ama de la casa.
Su retrato, de un blanco y negro velado, transmite una impresión de irrealidad, como si la persona contenida en él estuviera despojada de carnalidad y de humanidad. Todo resulta frío, da un poco de miedo. La mesa, completamente vacía, sin indicios de que se trabaje ni se vaya a trabajar en ella, es un espejo en el que Melania Trump parece dejar caer su peso, apoyándose en unos dedos de afilada manicura. En ella se refleja su imagen, tal vez su verdadera cara, imposible de ver, porque el encuadre la oculta.
Si ha de leerse esa fotografía como un mensaje sobre la época que se avecina habrá que pensar que todo lo que se nos muestra es fingimiento, todo mentira y banalidad, una gran pantalla, en definitiva, tras la que se nos oculta la realidad.
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