Archivo – Imagen de archivo de un taxi. / JUNTA DE ANDALUCÍA – Archivo

Imaginemos un automóvil que al acabársele el combustible comenzara a comerse al conductor. Poco a poco, claro, que fuera dando cuenta de él despacio, empezando, verbi gracia, por los zapatos y los calcetines, luego por los pantalones, la camiseta, los calzoncillos, la chaqueta, etcétera. Una vez completada la ropa, podría empezar a devorar el pelo, si el usuario no fuera calvo, las cejas, las pestañas, los párpados, los labios… Más tarde, las orejas, las uñas de las manos y los pies, la lengua, quizá también alguna víscera prescindible: el apéndice, uno de los riñones, un pulmón, un pedazo de hígado, un testículo… La imagen no es mía, es de un taxista que se había comprado un coche eléctrico de los de Elon Musk cuyos plazos pagaba con su vida. Trabajaba dieciséis horas diarias los siete días de la semana porque en Madrid, si conduces un taxi eléctrico, no estás obligado a descansar nunca: un premio por contaminar menos el ambiente. Te matas, en fin, para no ensuciar la atmósfera. Puedes vivir dentro del vehículo, observando cómo, a medida que la batería envejece, el motor va tirando de ti, de tus energías mentales, de tu cuerpo, te va consumiendo como el que se come a miguitas una magdalena o un cruasán.

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