Un Mundial de ciclocrós acostumbra a ser un universo cerrado, como un club privado, en el que sólo neerlandeses y belgas gozan del pase VIP correspondiente para pelear por una medalla. Si un ciclista se hace especialista en esta disciplina, donde priman el barro, las escaleras y algún obstáculo, tiene que haber nacido en uno de esos dos países. Lo que, sin embargo, no resta ningún mérito a Mathieu van der Poel, neerlandés de nacimiento y campeón del mundo por séptima vez; en esta ocasión en la Francia de sus genes, la tierra de su abuelo Raymond Polidor.

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