La elección de Donald J. Trump como 47º Presidente de los EEUU ha recaído en exclusiva en la ciudadanía estadounidense. Con toda su innegable carga de repercusiones mundiales, ha sido su electorado el que le ha repuesto en la Casa Blanca; por cierto, con una victoria resonante e incontestable, con quince millones de votos (77 millones) más que los obtenidos en 2016 (62 millones), cuando pasó a ser el 45º Presidente.
Oligárquico, plutocrático y arcaico como pueda parecer el sistema electoral de los EEUU desde la perspectiva del progresismo europeo, lo único cierto es que ha adjudicado, transcurridos 237 años desde la Constitución de EEUU redactada en Filadelfia en 1787, el liderazgo ejecutivo de la superpotencia global a una personalidad política que presagia una disrupción sin precedentes, tanto en lo poco que aún queda en pie del orden internacional edificado tras la II Guerra Mundial como en lo mucho de desorden que campea con imparable violencia en la globalización.
Nadie puede llamarse a engaño: Trump ha anunciado sin ambages su agresiva agenda contra el multilateralismo y la resolución diplomática de los conflictos. Empezando por su guerra comercial -incremento inmediato, entre el 10% y el 20%, de los aranceles contra la importación de productos europeos- para desembocar en la guerra cultural por valores reaccionarios (la ley del más fuerte, brutalmente despiadada con los más vulnerables, con los migrantes y la diversidad), contra toda concesión a la solidaridad y a la cooperación. Su Administración proyecta amenazas inmediatas sobre la relación transatlántica entre la UE y EEUU: baste fijar la vista, incluso con carácter previo a la inauguración del mandato, en las injerencias de Elon Musk en la política británica -urgiendo elecciones que reviertan la actual mayoría laborista- y alemana, apoyando abiertamente a la ultraderecha neonazi.
Nunca habíamos asistido a un desafío tan abrupto a los pilares tangibles e intangibles del diálogo a ambos lados del Atlántico entre socios prioritarios, EEUU y la UE. Las bases del respeto mutuo se tambalean ante el anuncio de que “no se descarta ninguna opción” (ni siquiera la militar, aunque empiece por los aranceles) para ejecutar su opa hostil sobre Groenlandia, la isla más grande del planeta, crucial para la explotación de los recursos del Ártico. La vastedad de este territorio escasamente poblado no aminora -al contrario, multiplica- su interés estratégico ante la aceleración del deshielo y la accesibilidad de rutas de tráfico marítimo impensables cuando el Reino de Dinamarca cristalizó en su Constitución de 1953 su incorporación a su soberanía y la representación de su población en el Folketing (Parlamento danés), formalizando así jurídicamente una vinculación de su inmensidad helada que se remonta a sus primeros asentamientos en 1751, hasta su estadio actual de amplio autogobierno mediante un instrumento aprobado en 2009.
Cualquier modificación unilateral de ese statu quo tendría efectos cataclísmicos. Contrapondría, por vez primera en la historia, la integridad territorial de un Estado miembro de la OTAN (Dinamarca) con una acción unilateral por parte de otro EM (EEUU), y, consiguientemente, opondría la cláusula de solidaridad colectiva de la UE (art.47 TFUE) con la de defensa mutua del art.5 del Tratado de Washington, fundacional de la Alianza Atlántica.
No se pierda de vista que Groenlandia fue parte integral del espacio comunitario desde la adhesión de Dinamarca (junto a RU e Irlanda, en 1973) hasta la revisión de este estatus en 1984 (efectiva desde 1 de febrero de 1985) en que, por decisión acordada por la ciudadanía danesa en la isla ártica y el Folketing danés, pasó a ser OCT (Overseas Country & Territory) en el Derecho europeo. Esta secuencia, por cierto, explica los límites y condiciones jurídicas de viabilidad de la modificación de un territorio integrado en el de un EM de la UE, en una curiosa variación de la experiencia por al que, en 1962, Argelia dejó de ser parte de Francia y su territorio y población dejaron de estar afectados por el Derecho comunitario que había sido inaugurado con los Tratados de Roma de 1957.
No parece que la nueva Administración Trump -cualitativamente más desinhibida en esta 47ª Presidencia de cuanto lo estuvo en la 45ª, y cuantitativamente apoyada en claras aritméticas de ventaja en las dos Cámaras del Congreso (Representantes y Senado) y en el Tribunal Supremo, escorada como nunca a la derecha- vaya a parar en mientes a la hora de arbitrar diálogos estructurados sobre bases racionales y por cauces predecibles, ni siquiera con aquellos que venían considerándose socios de referencia (Reino Unido, Canadá, la UE).
Pero de lo que no cabe duda es de que el tiempo venidero va a forzar a la UE a esa aceleración de su maduración y autonomía estratégica. Haciendo valer sus valores, intereses, prioridades, y su legislación (Digital Services Act, Digital Markets Act, IA Regulation y Data Protection Package) sobre las conculcaciones perpetradas por los gigantes tecnológicos (X, Facebook, Instagram, Tiktok…). La UE debe aprestarse a defender su modelo frente a los actores globales (esa “tecnocasta” a la cabeza de un nuevo “capitalismo feudal”), en el que inmensos poderes de desestabilización se concentran ahora en las manos de un reducido conjunto de Warlords digitales, todos multimillonarios, todos de ultraderecha.
Pero la lección más urgente para la UE ante Trump debería ser su unidad: ningún Estado miembro de la UE obtendrá ventaja alguna intentando salvar por su cuenta sus productos o intereses nacionales frente a las presiones de Trump. Ese zafarrancho de pánico, espoleando los instintos de un “sálvese el que pueda”, es, inconfesadamente, la estrategia exacta de ese estilo disruptivo y despectivo de todas las reglas conocidas que acaba de inaugurar un tiempo de incertidumbre desde la Casa Blanca, enero de 2025.