Hay personas que se sienten solas y nadie se entera. Las hay que sufren depresión y pasan desapercibidas. Hay gente que malvive con enfermedad mental y su entorno no se percata. Vemos menos de lo que creemos ver. Para bien y, cómo no, para mal
A los quince años hice lo que tocaba: enamorarse. Mucho, hasta las trancas. No me había dado cuenta de que estaba coladísima hasta que una amiga me preguntó, el último día del colegio, cómo podría sobrevivir casi tres meses sin verle. Y, ahí, fui consciente de que no tenía ni idea de cómo lo haría ni de si sería capaz de atravesar ese desierto emocional de casi noventa días. Mientras escuchaba canciones románticas en bucle, mi abuela me aconsejaba sosiego y que fuera con cuidado a perderme la belleza de las estrellas. «Si sólo lloras por la luna, quizás te pierdas cosas más bonitas», me decía. Y yo, que estaba empecinada en mi pedazo luna llena, imploraba comprensión por parte de las mujeres de mi familia. Mi madre intentaba tranquilizarme con la frase «Si tiene que ser, será» y yo vivía esos golpes de sabiduría budista como una falta de complicidad hacia mis anhelos. Estaba tan triste que un día pillé a mi hermana pequeña rezando en el borde de su cama que el chico en cuestión me quisiera. Ella siempre está de mi lado y la adoro por eso (y por muchas cosas más). Él no supo lo que yo sentía hasta años más tarde. No supo leer las señales. O yo no fui capaz de mostrarlas. Porque no todo es evidente.
Tengo la suerte de trabajar con personas que tienen algún tipo de discapacidad intelectual o trastorno del desarrollo. Me gusta e interesa conocer y comprender cómo ven la vida. A los jóvenes que acaban de finalizar la ESO siempre les pregunto qué tal la experiencia. La mayoría me dice que mal, que se han sentido solos e incomprendidos y que han sufrido acoso escolar. A algunos, el diagnóstico de discapacidad les ha llegado en la adolescencia. Porque físicamente no tienen rasgos que lo evidencien, porque su inteligencia es límite o porque los apoyos que requieren son relacionales. Y, como no se les nota nada, cuando necesitan alguna ayuda, la mayoría de gente de su entorno no arrima el hombro. Es más, a veces les ponen trabas. Como el amor, tampoco las necesidades de apoyo son siempre evidentes.
Durante el ‘tardeo’ de las fiestas de Sant Sebastià, una mujer con esclerosis múltiple intentó ir a un baño adaptado y sólo halló impedimentos. En vez de encontrar una ciudad amable con las personas que tienen mayores dificultades, se topó con esa versión poco trabajada y primate de nosotros mismos. Un grupo de chicas que no la dejó pasar porque creyeron que mentía sobre su discapacidad y unos policías locales que dudaron de su condición y le exigieron mostrar «su tarjetita». Falta de empatía, desconfianza en los demás, ignorancia y funcionarios públicos ineptos. Una buena combinación si lo que queremos es involucionar.
Es preferible que nos tilden de ilusos, pero si alguien te dice que se encuentra mal y que necesita algo más que tú, créele. Puede que haya algún caradura, pero asumamos el riesgo. Las realidades invisibles también necesitan protección. Puede que más que otras.
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