«Presidente (Donald) Trump, en un acto de arrogancia y desprecio por la verdad, acaba de restablecer la fraudulenta designación de Cuba como estado patrocinador del terrorismo. No sorprende. Su objetivo es seguir fortaleciendo la cruel guerra económica con fines de dominación». El tono indignado del presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, fue tan previsible como la decisión del multimillonario republicano de anular una medida de su antecesor, Joe Biden, que ni siquiera tenía una semana de vigencia. El ahora expresidente se demoró cuatro años en retirar a La Habana de una lista de la que ha entrado y salido en los últimos 43 años, según sopló el viento de las complejas y ríspidas relaciones bilaterales. En 1982, y como parte de la escalada en la lucha contra el «imperio del mal», Ronald Reagan introdujo a Cuba entre los países que fomentaban las actividades armadas. Barack Obama fue en la dirección contraria cuando trató de recomponer los vínculos con la mayor de las Antillas, en 2016. Cinco años más tarde, y antes de concluir su primera presidencia, Trump volvió a sumar a La Habana a esa lista de la que Biden la borró el 14 de enero. Nadie esperó otra cosa del magnate al desautorizar a su antecesor, ni siquiera la velocidad con la que lo hizo: el mismo día de su asunción, y en el marco de una ola de revocaciones de tendencias políticas de la Administración saliente.