Lo más probable es que cuando usted lea este artículo —si es que me honra con hacerlo— yo haya terminado de ver Doctor en Alaska, la historia de un médico de Manhattan que recala en un pueblo del estado norteamericano que limita con el océano Ártico. La serie, emitida en RTVE a principios de los 90, está alojada con fecha de caducidad en un par de plataformas. Es probable que a algunos de ustedes ya no les alcance para verla entera. Un consejo: no dejen de buscarla. Tuve la fortuna de llegar a tiempo y convertirla en una de esa series comodín que se ven de cuando en cuando, de forma recurrente pero sin prisas, mientras uno se pega atracones de producciones olvidables, de moda, mucho menos originales o que tratan de estirar el éxito de la primera temporada. Metido de lleno en la vorágine del mundo laboral y con los horarios imposibles del periodismo, obvié la serie cuando se emitió hace 32 años en la cadena pública.
Los horarios del oficio continúan siendo igual de imposibles, pero el streaming permite ahora distribuir a conveniencia el ocio televisivo. En su primera emisión, jamás le di una oportunidad a Doctor en Alaska. Me topaba con ella a golpe de zapeo en pleno apogeo de las televisiones privadas, entre Las Mamachicho y Carrascal. Recalaba en la segunda cadena y de repente aparecía un reno en mitad de un pueblo y pasaba al siguiente canal, sin saber que estaba perdiéndome una de las grandes historias de la televisión, tan grande como su productor, David Chase, que pasó del surrealismo ártico de la inventada Cicely a la muy creíble Nueva Jersey de Los Soprano. Bunbury, miembro de la Generación X, dedica en su último álbum una canción a ese poblado inventado que no figura en los mapas y donde la lógica no tiene lugar. El zaragozano también debió de perdérsela en los 90.
El problema de no dar oportunidades a determinadas series, novelas, personas, películas, músicos, canciones, conlleva el riesgo de perdernos algunas cosas buenas de la vida —o confirmar su medianía —y de seguir apostando por lo conocido, que roza en ocasiones la línea que separa lo formidable de la mediocridad, perdiéndonos lo primero y quedándonos con lo segundo. En algunos adultos se transforma en parálisis cultural, musical, social (ya no se hacen películas como las de antes o canciones como las de antes o personas como las de antes), mientras que entre las nuevas generaciones acostumbra a producirse el efecto contrario, una parálisis retroactiva, una valoración desmedida de lo novedoso y la condena al ostracismo de cualquier tiempo pasado. La eterna brecha generacional. La Generación Z odia a los boomers y todo el mundo odia a los millennials.
Me escribe por WhatsApp una compañera de la Generación Z: «Dale una oportunidad al nuevo disco de Bad Bunny», y me envía un enlace con el último trabajo del puertorriqueño. Comienzo a escuchar Baile inolvidable. Bien instrumentada, producción poderosa, aunque se me atragantan el autotune y la voz del muchacho. De letra no va mal. Disimulo con la estrofa donde dice «Se siente feo no tenerte cerquita / La nueva mama bien, pero no es tu boquita». Consigo acabarla y concluyo, satisfecho, que he dado una oportunidad a Bad Bunny. A otra cosa.
He llegado tarde a Bad Bunny (como a tantas cosas). ¿Qué pasa cuando se llega tarde a David Lynch, a Doctor en Alaska, al cine mudo o al sushi? Pues que la curiosidad nos debe llevar a intentarlo, no sea que nos estemos perdiendo algo fantástico. Esto sirve para cualquier situación de la vida. Quizá un poco menos para la política, cuyos actores están siempre dispuestos a imprevisibles giros de guion, obviando las indicaciones del director, que en teoría somos los ciudadanos. La política es la única faceta de la vida en la que dar una oportunidad a los protagonistas puede presuponer un giro fatal en la trama. Miren, por ejemplo, a Donald Trump, al que el pueblo americano acaba de dar una segunda oportunidad para rematar la labor que no le dio tiempo en la primera. Menos migrantes, más petróleo, menos géneros, más aranceles. En 30 minutos de discurso dinamitó los avances sociales y económicos de los últimos 50 años. Ganó hasta en Alaska. «Yo con cualquiera me puedo acostar, / pero no con cualquiera quiero despertar», susurra entretanto Bad Bunny.