El cuento, que el Diccionario de la Real Academia define como narración breve de ficción, es un género bastante ambiguo. El término incluye textos para niños, relatos breves, narraciones cortas, etc. Hay países en que tiene más arraigo y prestigio que por aquí, y hay premios muy valorados, como el O’Henry, en Estados Unidos. Sin embargo, hay escritores que merecen un puesto en la historia de la literatura por sus cuentos sobre todo. Pensemos, por ejemplo, en Antón Chéjov, en Raymond Carver, en Jorge Luis Borges, en Julio Ramón Ribeyro, en Ignacio Aldecoa, autor de excelentes novelas, pero que sobresale por sus relatos cortos, o en Medardo Fraile. Hay cuentos que son obras maestras de la literatura universal, como ¡Adios, Cordera! de Clarín, ¿Cuánta tierra necesita un hombre? de Tolstoi, Los muertos de Joyce, El festín de Babette de Isak Dinesen, entre otros muchos.

Se acaban de publicar los Cuentos Completos de Joseph Roth (1894-1939), en una cuidada edición de Páginas de Espuma (Madrid, 2024, 366 págs.), con traducción de Alberto Gordo e ilustraciones de Arturo Garrido. Roth es uno de los más destacados autores que escribían en alemán en el entorno del Imperio austrohúngaro. Nace en Brody, en la región de Galitzia, cerca de la frontera con Rusia, de familia judía, aunque años más tarde se convirtió al catolicismo. Su padre los abandonó al poco de nacer él, pero pudo estudiar en las universidades de Leópolis (hoy ciudad ucraniana) y en Viena. Trabajó como periodista en publicaciones en lengua alemana, viajó mucho, pero, con la llegada del nazismo, fue acosado, sus obras se prohibieron y tuvo que exiliarse, en Amsterdam, Odense, París, donde falleció en 1939, enfermo, alcoholizado. Su mujer, que padecía esquizofrenia, y otros parientes fueron asesinados por los nazis. Sus novelas más destacadas son La marcha Radetzki, La cripta de los capuchinos, Job, Hotel Savoy, La tela de araña. En Las ciudades blancas (Minúscula, 2000) narra, con gran colorido, un viaje por el sur de Francia.

En esta edición de sus Cuentos Completos, hay textos que se encontraron después de la muerte de Roth, por lo que algunos están incompletos o se trata de fragmentos de proyectos que no pudo realizar. A estos, se suman los relatos cortos que se publicaron en vida del autor, que figuran entre algunas de sus mejores obras, como El jefe de estación Fallmerayer, El triunfo de la belleza, El busto del emperador, El leviatán y La leyenda del santo bebedor. Al final de esta edición, se añade un apéndice con: una carta de Roth a los editores del ‘Frankfurter Zeitung’, en la que muestra el pesar por no haberlo nombrado corresponsal en París; la crónica de un viaje a Lemberg (Leópolis) y otra, impresionante, sobre un funeral de inválidos de la Gran Guerra, celebrado en Polonia.

En la carta citada, Roth afirma: “yo dibujo el rostro de la época”. Y así es: el final del Imperio austrohúngaro, con dolor, con nostalgia, con abundantes referencias a los judíos, a la Galitzia natal, pero también a otros lugares tanto de dentro como de fuera del Imperio (París, Estados Unidos, etc.). Historias sorprendentes de personajes a menudo desubicados, un tanto ingenuos, débiles, pero con corazón y capacidad para la solidaridad y la misericordia. Roth tiene unas notables dotes para la observación, el detalle, la ironía, y, en cuanto al estilo, muy preciso, sorprende a menudo al lector con comparaciones muy atinadas y originales. Un clásico.

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