Pude entrevistar a David Lynch en 1986, durante el festival de Sitges, cuando vino a presentar ‘Terciopelo azul’. Entonces ya era uno de mis cineastas de cabecera, o más bien el cineasta de cabecera. Eran otros tiempos, nos dieron una hora de entrevista en el salón vació de un hotel que parecía en ese momento el bar del Overlook de ‘El resplandor’. A la media hora de conversación pasó un niño jugando con una pelota. Lynch empezó a hablar entonces de que cualquier cosa puede ocurrir en el momento más inesperado, refiriéndose a la casi fantasmática aparición del pequeño. Su cine –su obra en general: películas, series de televisión, discos, cuadros, fotografías, diseños, muebles, cómics, esculturas, videoclips, publicidad, obras efímeras y creaciones para internet: el artista renacentista en su máxima expresión– partía de esta idea. Siempre dijo que las ideas revolotean sobre nuestras cabezas. Solo es cuestión de atraparlas.
Atrapó muchas, y aunque haya quien siempre lo ha visto como un autor frío, cerebral y, sin duda, extraño, que lo era, y mucho, buena parte de sus obras tienen una emoción desbordante. Pienso en el primer encuentro sexual entre Naomi Watts y Laura Helena Harring en ‘Mulholland Drive’, su filme de 2001 –recuperado de un proyecto de serie televisiva que fue cancelado por los mismos ejecutivos que habían dado luz verde a la monumental ‘Twin Peaks’ una década antes– que, hasta la fecha, sigue siendo considerado el mejor de lo que llevamos de siglo junto a ‘Deseando amar’ de Wong Kar-wai en las listas que publican periódicamente las revistas y organismos cinematográficos.
La misma emoción, de un romanticismo extraviado y un lirismo futurista, se encuentra en sus discos fabricados con guitarras discordantes, fondos etéreos, voces tratadas –o aniñadas cuando él y Angelo Badalamenti grabaron con Julee Cruise: ninguno de los tres está vivo– y letras surrealistas sobre lo extraño que es el mundo. Y en sus series fotográficas de mujeres desnudas rodeadas por el halo del humo de sus cigarrillos, sus sedosos anuncios publicitarios para perfumes de Calvin Klein e Yves Saint-Laurent, o en la forma de utilizar la preciosa ‘Wicked game’ de Chris Isaak en una escena fundamental de ‘Corazón salvaje’, la película que en 1990 lo entronizó entre apocalípticos e integrados. Era la época en que formaba pareja de lo más ‘cool’ con Isabella Rossellini, quien no tuvo ningún problema en encarnar a la mujer maltratada en el sórdido universo de ‘Terciopelo azul’, una película que significa un punto y aparte para cualquier ‘lynchiano’ que esté orgulloso de serlo.
Antes había realizado la experimental ‘Cabeza borradora’, que interesó tanto a alguien tan distinto a Lynch como Mel Brooks –productor con muy buen gusto: produjo también ‘La mosca’ de otro David fundamental, Cronenberg–, quien le contrató para rodar la victoriana ‘El hombre elefante’, el más bello de los filmes sobre la monstruosidad. Y tanto gustó ‘El hombre elegante’ que el poderoso productor Dino De Laurentiis le convenció para dirigir ‘Dune’, que fue un fracaso, cierto, pero que, en la configuración del tenebroso y aceitoso universo Harkonnen, ni el más inspirado Denis Villeneuve lo podrá igualar.
‘El mago de Oz’ flotó sobre las imágenes de ‘Corazón salvaje’ y ‘Twin Peaks’ demostró que se podía hacer una especie de ‘sitcom’ criminal absolutamente digna de su autor y, al mismo tiempo, al gusto del telespectador de 1990. ‘Carretera perdida’ es una de esas películas que, como ‘Cabeza borradora’ e ‘Inland empire’, acontecen en la cabeza de su protagonista. Eso es muy difícil de filmar. Lynch lo logró. Cuando empezó, sus referentes pertenecían a las vanguardias artísticas de los 20 y 30 (Man Ray, Hans Richter, Buñuel y Dalí, Cocteau, Fernand Léger). Con el tiempo, él se ha convertido en referente de artistas. La exposición sobre toda su obra que se hizo en la Fundación Cartier de París en 2007 fue uno de los eventos más importantes de aquel momento y de la cultura en general. Fue un placer haber podido visitarla, aunque no puedo hacer otra cosa que almacenar recuerdos. Sus películas, series, lienzos, músicas y otras obras siguen ahí, para ser vistas. Y aunque su propuesta fue rechazada, Lynch –y Badalamenti– compuso una primera versión de la canción sobre los amigos para siempre de los JJOO de Barcelona. Artista total. Nadie como Godard, pues ahora nadie como Lynch.
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