Es más que probable que el algoritmo de internet diga más de nosotros que la cadena de ADN. El ADN resuelve el problema de quiénes somos y de dónde venimos, pero el algoritmo recoge una información si acaso más ambiciosa: hacia dónde vamos. El profundo rastro digital que dejamos después de miles de horas de navegación permite conocer cuál será nuestro siguiente paso, qué vamos a comprar, dónde querremos viajar o si el próximo vídeo que nos aparezca espontáneamente en el teléfono será de mascotas o un robo a mano armada en directo. Los datos que —voluntariamente— hemos facilitado al sistema saben ya de nuestra conducta durante los próximos años antes que nosotros mismos. El algoritmo representa la solución al gran enigma que ha llevado de cabeza a sabios y reyes a lo largo de la historia. El algoritmo predice el futuro. O lo moldea y construye.
El futuro de hace 40 años era un fotograma de Blade Runner con replicantes y coches volando por el espacio aéreo de las ciudades. A la espera de ese momento, ya hay automóviles eléctricos que se desplazan sin conductor, robots que piden la comanda en las cafeterías y replicantes que se mueven en las redes en forma de bots con órdenes predeterminadas por sus creadores, entre ellas derribar gobiernos o promoverlos.
El futuro ya está aquí. Son los coches Tesla, la Inteligencia Artificial y el algoritmo, que ha convertido los foros de debate digitales en la cantina de Mos Eisley, el bar de Tatooine de La guerra de las galaxias donde se junta clientela de la peor reputación, piratas, estafadores, sicarios y demás personajes fuera de la ley capaces de decantar procesos electorales. Mezclados con éstos convive la gente honesta. Es digno de elogio el esfuerzo de muchos usuarios por compartir contenido de calidad y fomentar el debate desde el respeto y las normas elementales de la educación. Ese esfuerzo, sin embargo, pasa desapercibido y merma su credibilidad entre el marasmo de odio, noticias falsas y contenidos exagerados o absolutamente banales. Las redes se han convertido en un programa de variedades que se emite las 24 horas del día, como si la teoría de la relatividad de Einstein o una conferencia de Ortega y Gasset se intercalaran en el espectáculo entre los números de un asesinato en directo, los bulos de la dana o los montajes de la IA donde Sánchez y Feijóo se abrazan mientras interpretan un villancico. De gracioso a peligroso en un par de clics.
Mark Zuckerberg, el propietario de Meta (Facebook, Instagram, WhatsApp, Threads) acaba de anunciar el fin de su programa de verificación de contenidos que, como ocurre en X, quedará en manos de las notas y correcciones que incorporen los usuarios. Hace unos días, como preámbulo de la segunda temporada del trumpismo, la responsable de recursos humanos comunicaba a los empleados que Meta elimina sus políticas de diversidad, igualdad e inclusión en favor de las minorías. Portales especializados como The Intercept han comprobado que una vez eliminados los filtros, en Facebook o Instagram ya pueden leerse frases como «Los inmigrantes son unos sucios y asquerosos pedazos de mierda», «Los gays son unos bichos raros» o «Mira esa travesti (debajo de la foto de una chica de 17 años)». En su apertura a la tolerancia de los discursos de odio, Zuckerberg sigue los pasos de su colega Elon Musk, dueño de X, Tesla o Space X y futuro ministro de Donald Trump, desde cuya victoria, los dueños de las grandes tecnológicas se han plegado al ideario del republicano. El caso de Zuckerberg es especialmente llamativo: de suspender la cuenta de Trump en 2016 a donar dinero para su campaña, acudir a sus reuniones privadas y dejar la moderación de un foro de más de 3.000 millones de usuarios activos mensuales al socaire de, pongamos por caso, los clientes de la cantina de Star Wars.
Miles de millones de usuarios honestos de internet, incorporados a la red para adaptarse a los tiempos, mejorar su calidad de vida y ampliar conocimientos, han quedado en manos de multimillonarios inmorales y sin escrúpulos que —tras crearles unas necesidades que nunca tuvieron— han resuelto abandonarlos en mitad de la jungla, esclavos del algoritmo. Y no va a ir a mejor. El pesimista es un optimista bien informado, escribió Benedetti. La novela del sociólogo Steven Lukes, titulada en España El viaje del profesor Caritat (Tusquets, 1995), cuenta cómo la resistencia de una dictadura llamada Militaria libera al profesor para que busque en otros países fundamentos para el optimismo. «La gente —dice su liberador— empieza a aceptar el statu quo porque ha perdido la esperanza en la posibilidad de algo mejor». El imperio virtual construido por tales millonarios ya no es un simple pasatiempo, es una dictadura digital donde millones de personas que pasan allí la mayor parte del tiempo han acabado aceptando el statu quo y donde la libertad de expresión se acalla de forma violenta por quienes utilizan los espacios de debate para sembrar el caos en el mundo real.