El 28 de julio el pueblo venezolano envió un mensaje alto y claro al mundo. Las urnas evidenciaron la transición que la mayoría social anhela. Más de 40 puntos de diferencia entre la victoriosa oposición y el oficialismo no dejan lugar a dudas. Cuatro millones más de votos que los obtenidos por el chavismo son prueba del fraude electoral que pretende consolidar Nicolás Maduro. Pero el presidente autócrata no está dispuesto a reconocer lo que los ciudadanos demandan y expresan a través de los votos. Las tiranías son así. Despóticas hasta a la hora de reconocer unos resultados que la propia Comunidad Internacional da por probados, y que la oposición demuestra enseñando sus actas electorales; las mismas que el oficialismo esconde. Por eso la transición no será tal; y el próximo 10 de enero Maduro seguirá controlando un país cargado de recursos y posibilidades, pero sumido en la más absoluta miseria por la gestión errática y tiránica de una cornucopia del poder que incluye también a los militares, quienes nunca se atreverían a dar un paso al frente y forzar el cambio de Gobierno por dos razones principales. Primero, porque el poder de los generales ha ido en aumento con el control de los cuarteles y las prebendas que continúan recibiendo del régimen. En segundo lugar, porque, hoy por hoy, no cuentan con el apoyo logístico o militar de potencias claves en la región, como Estados Unidos.
México, Brasil y Colombia no quieren tensar más la cuerda de su aliado chavista. Por su parte, Donald Trump seguirá durante su mandato presionando económica, política y diplomáticamente a países como Venezuela, Nicaragua, Bolivia, o Cuba; pero ya ha dejado claro que su lucha es otra, y que las intervenciones e injerencias armadas, incluso para devolver la democracia a países y regiones sometidas a las peores tiranías, no constituyen una prioridad para EE.UU. Y sin el apoyo explícito de la gran potencia norteamericana, cualquier atisbo de cambio de régimen deviene imposible en el país caribeño. Recordemos también en este sentido que Venezuela es un territorio frondoso, en el que la mera posibilidad de una guerra civil, o un enfrentamiento entre militares y paramilitares sería demasiado trágico y difícil de resolver a corto y medio plazo. Además, ahí está la Policía Nacional Bolivariana, la Guardia Nacional, el patrullaje que acompaña a las unidades de reacción rápida (las URRA), los 20.000 efectivos versados en acciones de fuerza distribuidos por el país, y hasta los puestos de control improvisados controlados por encapuchados armados hasta los dientes. Y también el ministro Diosdado Cabello, recordando una y otra vez que están preparados para frenar cualquier invasión o asonada militar.
La diáspora venezolana tampoco ha sabido aglutinar fuerzas ni aunar posturas, y son muchos los Gobiernos, como España, que han optado escudarse en la UE y mantener un perfil bajo frente al latrocinio y la degeneración democrática del sistema público, económico y judicial venezolano. Por eso a partir del 10 de enero nada cambiará en la República Bolivariana. De poco sirve que Edmundo González Urrutia se presente allí para su toma de posesión (por su cabeza el oficialismo ofrece 100.000 dólares), o que María Corina Machado convoque manifestaciones populares que pongan de manifiesto el desconsuelo y el enfado de la población. Estos actos constituyen gestos inequívocos del descontento social, pero poco más. Los organismos internacionales seguirán mirando hacia otro lado, y mostrándose incapaces de frenar la funesta deriva dictatorial y corrupta que sufre la hermosa Venezuela.