Se coló entre los muchos mensajes navideños con gifs de copas de champán y el año nuevo con luces de neón el del hijo de un amigo anunciándome su muerte. Vaya contraste. Una muerte «rapídisima» y contra la que «luchó todo lo que pudo pero fue imposible». Hay luchas desiguales. Luchas que en absoluto son lucha, sino otra cosa. Supongo que a veces morir, por mucho que nos rompa a los que seguimos vivos… solo es morir.
Su hijo me explicó que gestionaba por unos días su teléfono y trataba de informar a todos los que ve que le importamos, y va y resulta que pertenezco a tal selecto grupo.
Tras el puñetazo en la garganta entendí de repente su no respuesta cuando le escribí antes de marchar a Atenas para desayunar en nuestro lugar de siempre. Yo le habría regalado una agenda y él, quizá flores, o una taza de té junto a una cantidad ingente de cumplidos que no merezco. Y le habría contado los porqués de mi viaje y él me habría hablado de los viajes que soñó hacer pero para los que nunca tuvo tiempo. Y tras un café y unas tostadas y un paseo dibujando ochos por todas las manzanas de mi barrio, me despediría en mi portal, y habríamos quedado en encontrarnos puntualmente a la vuelta en aquel café de la esquina. Y yo le llevaría, qué sé yo, un imán o un marcapáginas y no seríamos conscientes del milagro de estar vivos.
Sucedió entonces a la noticia, aquella noche helada en Atenas, todo lo que tenía que suceder y me llené de recuerdos de todos aquellos momentos importantísimos de mi vida en los que estuvo presente. A mi lado. Porque también él pertenecía a ese minúsculo grupo de ‘muy importantes personas’ que me acompañan en primera fila en mis escasos logros: cuando recibí aquel primer Premio Nacional de Periodismo contra la Violencia de Género en la Asociación de la Prensa de Madrid; en la inauguración de la exposición fotográfica de Fnac en Callao y también estaba en primera fila en la conferencia en el Fnac Forum. Orgulloso en las presentaciones de mis libros y pendiente como yo misma del nacimiento de mi nieta. De hecho, el último mensaje suyo, antes de que se apropiara de su teléfono su hijo, fue felicitándome su sexto cumpleaños, porque él, tan bien como yo misma, llevaba la cuenta.
En esta primera columna del año les dejo el siguiente mensaje: no pospongan nada. O casi nada. No se les ocurra dejar ni un viaje, ni un café, ni un mensaje para ese luego que, tantas veces… no alcanzamos
Y aunque entraban dentro de lo esperado toda esa vorágine de acontecimientos dentro de un cuerpo bruscamente en duelo —ya tenemos unos años—, de repente, lo que vino después fue el escalofrío de los agujeros venideros. El de mirar por los amplios ventanales del bar de la esquina sabiendo que ya no estaremos nunca más entre aquellas mesas de desayuno, peleando por pagar la cuenta; el de los mensajes que ya no llegarán cada mayo diciéndome lo grande y guapa que está ya y cuánto se me parece. El de cómo voy a ser capaz de presentar algún nuevo libro sin romper a llorar, así, de repente…
Y sobrevino entonces, a saber si la locura que va de dentro afuera o la magia que nos llena de fuera adentro, pero resultó que empecé a encontrármelo por todas partes. Mira ese hombre, con su pelo y con sus gafas. Mira aquel con sus ojos y su bufanda. Mira allá su sonrisa. Y tuve que sujetarme los pies para no ir tras un tipo con su familia y todo paseando por la calle Ermou para decirle: «¡Eres igual igual a mi amigo Rafa!» solo por no tener que añadir «que acaba de morir». Porque me pareció que dicho así, en voz alta, sonaría demasiado triste. Y caí en la cuenta mirando a aquel desconocido del rostro conocido, que no estaba triste. O sí, claro que sí, pero muy poco entre tantas otras cosas. Siendo justa, sobre todo estaba feliz. Y orgullosa, caramba, del privilegio de habernos tenido en ese selecto club de personas que de verdad importan. Un club pequeño, como la muerte a fin de cuentas, que apenas ocupa lugar en las vidas que fueron grandes.
Y hoy en realidad no pasaba por aquí con ánimo de arrancar el año con penas, ¡qué va! sino al contrario. Se me ha ocurrido que esta primera columna del año (que mi amigo ya no leerá) podría servir para traerles el mensaje que sé que él mismo les daría y es que no pospongan nada. O casi nada. No se les ocurra dejar ni un viaje, ni un café, ni un mensaje para ese luego que, tantas veces… no alcanzamos.
«No nos da risa el amor cuando llega a lo más hondo de su viaje, a lo más alto de su vuelo: en lo más hondo, en lo más alto, nos arranca gemidos y quejidos, voces de dolor, aunque sea jubiloso dolor, lo que pensándolo bien nada tiene de raro, porque nacer es una alegría que duele. ‘Pequeña muerte’, llaman en Francia a la culminación del abrazo, que rompiéndonos nos junta y perdiéndonos nos encuentra y acabándonos nos empieza. ‘Pequeña muerte’, la llaman; pero grande, muy grande ha de ser, si matándonos nos nace».
Eduardo Galeano, El libro de los abrazos
Para Rafa, hasta que volvamos a encontrarnos.
Suscríbete para seguir leyendo